El hombre que sería la Muerte

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La historia de cómo cada miembro de la familia Bondoni recibió la maldición de un gran miedo comenzó en Saigón en 1972.

Era una tarde tibia y tropical en las fragantes calles de la ciudad, todos sumidos en el abotagamiento del calor que había dejado la mañana y el cansancio de años que sigue a una guerra sin fin. Por todas partes era evidente el pasado francés del lugar: los pequeños bistrós frecuentados por diplomáticos y sus familias, las columnas blancas de la oficina postal neoclásica y las estatuas de mármol con pechos desnudos en el teatro, las calle flanqueadas por árboles y las coloridas terrazas coloniales, amontonadas como cuadritos de caramelo derretido por el sol.
Los signos de la guerra estaban por todas partes, pero Saigón había escapado a lo peor; la ciudad lucía maltratada, ruinosa, pero conservaba su grandeza, las calles estaban llenas de vida y actividad. Las mujeres vietnamitas se sentaban en las puertas, picando carne sobre tocones de madera acomodados entre sus piernas. Entonces, como ahora, las motocicletas llenaban las calles, rugiendo, pitando y esquivándose unas a otras, una caótica avalancha que recorría por igual toda avenida y callejuela. Los viejos, con sus rostros acabados por el sol, arreglaban bicicletas llantas arriba, invitaban a los estadounidenses a sus restaurantes o fumaban recargados en los cofres de sus taxis blancos y azules, esperando un viaje.
Una ciudad entera ansiosa e inquieta, con gente haciendo sus actividades vespertinas sin saber cuándo terminaría la guerra, sin saber aún que en un par de años los del norte se apoderarían de ella.

Fue en un recinto sin nombre y lleno de humo que solían frecuentar los soldados donde Roger vio por primera vez al joven Arath De la Torre, quien aún no era la Muerte, pero pronto lo sería. El abuelo de Joaquín acababa de llegar ese mismo día a Saigón para reemplazar a un amigo teniente que perdiera la vida la semana anterior. Los miembros del pelotón del fallecido bebían en el bar esa noche, aunque no sabían que su nuevo oficial andaba entre ellos.
El hombre que sería la Muerte estaba solo, no muy lejos de ellos. Lo conocían como el soldado De la Torre, de dieciocho años, nacido en el sur, criado en una granja y el hijo de puta más extraño que cualquiera había conocido.
-Te digo que es un maldito hechicero -dijo Pablo, el único de esos soldados al que el abuelo de Joaquín mencionaba por su nombre.
-Es un vampiro -corrigió otro-. Necesita que le entierren una estaca en el corazón.
Ninguno decía lo que realmente pensaba sobre el extraño Arath: que era la Muerte encarnada. Quizá no la Parca misma, pero cuando menos un primo, un mal augurio enviado para seguirlos por la jungla, para ser faro cuando los jinetes fueran por sus almas mortales.

Para los soldados no era rara la presencia de la muerte, como es fácil imaginar. En 1972, la guerra estaba muy cerca del final para las tropas estadounidenses, y los que quedaban en Vietnam se habían vuelto íntimos de la Parca. Sabían cómo sonaba, a qué olía, el sabor a carne chamuscada que dejaba en la lengua. A veces era escandalosa por los gritos que acompañaban a los cuerpos o la metralla abriéndose paso entre la piel y músculo para enterrarse en los huesos. A veces era discreta: una herida infectada, una fuente de agua envenenada, el dificultoso último aliento de unos pulmones cansados a esa hora en que todos dormían, salvo los casi muertos.
Sí, eran muy íntimos de la muerte, lo cual les daba la profunda seguridad de que Arath era una especie de esbirro, y tenían tres razones para creer esto: primero, antes de su llegada no les iba tan mal, no en comparación con los demás pelotones que los rodeaban. Claro que perdían hombres, pero sus pérdidas estaban muy por debajo del promedio. Luego llegó De la Torre y la jungla comenzó a tragárselos; segundo, el mismo Arath había recibido ocho tiros. Ocho tiros, y cada vez, sin gritar, sin hacer un gesto de dolor, sin derramar ni una lagrima, se enterró el cuchillo en el brazo, la panza o la pierna, sacó la bala y se vendó. No esperaba a que cesara el fuego. Sólo se detenía a medio tiroteo, recibiendo una bala en el casco de vez en cuando, se hurgaba las heridas, curaba la carne desgarrada y seguía con lo suyo, moviéndose por la jungla como una comadreja.
A la mayoría de los soldados algo así los mataría, o al menos los llevaría a un hospital de salida con un boleto a Estados Unidos sin regreso. Cada vez que Arath recibía un tiro, el pelotón se sentía aliviado. Sin duda esta vez la herida sería lo suficientemente grave como para mandarlo a casa.
Pero nunca lo era. Él nunca volvía de recibir atención médica con algo más que un par de puntadas, las balas no parecían dejarle sino rasguños. La vez que estaban seguros de que había muerto, cuando dos balas se alojaron en su pecho, no lograron penetrar más de medio centímetro en su piel. Fue algo sobre el ángulo de los disparos que hizo que se desviaran por su esternón, aunque el soldado que estaba más cerca de él juró que vio cómo los tiros le partieron el pecho.
Y por último, la forma en que respiraba por las noches. La mayoría de los hombres del pelotón no habían dormido, no realmente, en meses. Se quedaban ahí tendidos en sus catres, escuchando la tranquila vibración de la respiración de Arath, y como ese sonido se parecía tanto al de la muerte, no podían concentrarse en nada más y escuchaban el silbido, adentro y afuera, adentro y afuera, adentro y afuera, de sus pulmones desesperados.

Una lista casi definitiva de mis peores pesadillas (AU EMILIACO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora