Capítulo 17

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Muchas cosas se sucedieron en aquellas semanas en las cuales Felipe tuvo que permanecer en cama sin poder realizar casi ningún movimiento. La primera semana fue crucial para Felipe. Su estado, sumamente delicado, requería que Anita permaneciera todo el tiempo a su lado. Poco a poco, a Anita le iba costando menos el acercarse a Felipe y prodigarle todos los cuidados, porque él ya no la recibía de manera fría sino que la esperaba pacientemente y hacía todo lo que le decía. Gracias a eso, Felipe iba recuperándose paulatinamente, aunque todavía tenía instrucciones del doctor de permanecer en reposo por más tiempo. El doctor Sarmiento fue a revisarlo dos veces y, esa última vez, dijo que lo encontraba mejor pero que todavía debía seguir con el tratamiento.

Eduardo y don José también fueron un día a visitar al enfermo, pero no pudieron verlo ya que Felipe se negó a recibirlos. De todas maneras, pudieron enterarse de los avances en su salud gracias a los reportes de Anita. A ella le disgustó muchísimo el que Felipe no hubiera recibido a su propio hermano ni a su propio padre pero, no queriendo perturbarlo más, dejó las cosas como estaban, aunque antes se encargó de sermonearle acerca de lo mucho que su padre y su hermano habían intentado ayudarlo y que lo menos que podía hacer él era mostrarse agradecido con ellos. Felipe no hizo caso de sus comentarios y persistió en su posición.

Aunque Anita no atendía a Felipe con pesar, le costaba el demostrarle afecto y cariño como antes lo hacía. Sus cuidados, aunque constantes y atentos, resultaban algo fríos y distantes, lo cual no escapó a Felipe en ningún momento porque siempre observaba hasta el más mínimo detalle de su semblante. Él creía todavía ver en los ojos de Anita aquel desprecio hacia él que, antes de su enfermedad, siempre había estado presente. Cuando Felipe le dirigía la palabra, ella le respondía de manera cortante, nunca dando pie a continuar la conversación, y trataba por todos los medios de hablar lo menos posible con él. Anita era consciente de que su rencor no se había disipado totalmente y de que todavía tenía una buena parte de él dentro de su corazón. Lo bueno era que había reanudado su comunicación con Dios y a Él le rezaba cada vez que iba a entrar a la habitación de Felipe, para que le infundiera ánimos y para que no se dejara llevar por el odio que creía todavía sentía por él. Ella sabía que no podía volver a dejar a Felipe. Sabía que tenía que estar a su lado aunque le pareciera lo más tormentoso del mundo. Sabía que eso era lo que Dios le pedía que hiciera y por eso repetía sin cesar:

Enséñanos, buen Señor, a servirte como mereces:

a dar sin contar el costo,

a luchar sin contar las heridas,

a trabajar y a no buscar descanso,

a laborar sin pedir recompensa

excepto saber que hacemos tu voluntad (1).

Pensaba que, a raíz de estas oraciones, el estar al lado de Felipe se hacía más llevadero.

Lázaro también seguía yendo a la hacienda cuando el padre Antonio o cualquier otra persona de la parroquia lo llevaban. Su presencia dejó de ser molestosa para Felipe pero, aún así, no le dirigía la palabra sino cuando era estrictamente necesario. Anita le dijo a Lázaro que procurara no hacer hablar tanto a Felipe porque él no podía hacer mucho esfuerzo todavía. Lázaro se mantuvo siempre a la distancia, limitándose a solamente hacer lo que Anita le mandaba.

En uno de esos días en los cuales el padre Antonio llevó a Lázaro, se quedó un tiempo hablando con Anita para saber cómo estaban marchando las cosas con Felipe. Ya había transcurrido una semana desde que él empezó el tratamiento y sabía que había una leve mejoría en su salud pero que todavía no estaba del todo recuperado. En realidad, lo que al padre más le interesaba saber era cómo se encontraba Anita con respecto a Felipe y así se lo preguntó a ella cuando lo recibió en la sala de estar.

El Camino al Padre Parte II: La fuerza del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora