La Pensión

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Fui a ver una pensión en CABA, cerca del Centro; recién me había separado de Marcos y necesitaba despegarme de todo lo de él, de su conurbano y su vida aburrida. Habí­amos convivido un par de años, y acaso por eso, ya me había olvidado del sexo casual, tení­a por entonces unos treinta años, como que había perdido mucho tiempo.
La entrada era antigua, me recordó un poco a la casa de mi abuela en Temperley, aunque aquí había portero porque era un edificio. Me abrió el dueño del lugar, Samuel. Subimos hasta el tercero y en el ascensor me percaté de que el chabón (muy alto, unos cincuenta años) tení­a un bulto importante. Mientras recorríamos la casa se fue dando cuenta de que yo le miraba mucho la entrepierna; no podía evitarlo, se me iban los ojos. Pero sabía que era un tipo casado, de hecho había hablado por teléfono con la mujer para coordinar la visita. Me mostró la cocina, bastante sucia; algunas cucarachas se ocultaron cuando entramos. Luego el baño, un poco chico -el lugar no me estaba enamorando- hasta que finalmente me dijo:
-Y esta serí­a tu habitación -y entramos.
Era la del fondo, con una ventana chiquita y un colchón en el suelo. Cerró con llave como si nada y me arrinconó de una: yo me cagué en las patas pero también estaba re caliente. Medio que me zafé para un costado.
-Te puedo hacer un descuento -me dijo, y al mismo tiempo me agarró la mano y la puso en su pija, dura como un garrote. Traté de correrme otra vez pero me empujó apenas y caí boca abajo en el colchón dando un pequeño gemido. En un segundo lo tenía arriba mío, me bajó el joggin, el slip, se escupió la mano y me la pasó por el culo. Antes de que pudiera hacer nada me la mandó adentro, sólo la puntita, y ya dolí­a un montón
-Quedate quieto putito -dijo y me agarró de la nuca. El tipo tenía una verga enorme -no es que Marcos calzara mal- y me la fue metiendo de a poquito hasta el fondo. Dolí­a muchí­simo pero también me calentaba tanto que me dominara así, que me dejé­. Sólo me quedé callado, gimiendo apenas mientras bombeaba una y otra vez, un rato largo hasta que la metió más todaví­a y se quedó ahí adentro mí­o, como un minuto pero que pareció una vida, ya jadeando. Me la sacó de una, se paró y me dijo el precio. Yo me levanté, me subí­ el pantalón y le pagué ahí mismo, era el lugar perfecto para mí­. Mientras iba en el colectivo a buscar el bolso con mi ropa sentí­ cómo su leche chorreaba por mis piernas, no me había acomodado bien el calzoncillo.
Me mudé esa misma tarde y viví ahí dos años; cada semana, cuando venía a cobrar, Samuel pasaba por mi habitación, me hacía el descuento y me dejaba bien lleno.

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