Nazareno

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Al otro jueves Bernarda me llamó desde Nazareno, allí vivía su madre con algunas hermanas, las que quedaban vivas. Era un pueblito en Salta rodeado de montañas y a unos cuarenta kilómetros de la frontera con Bolivia.
-¡Venite Char...! -me había gritado al teléfono-. Te va a encantar...
Había ido la semana pasada -como solía hacerlo cada un par de años- a visitarlas. Pero yo pensaba en las veintitantas horas de viaje para hacer esos dos mil kilómetros al medio de la nada. Aunque también estaba saturadísimo de la ciudad y un poco de aire puro podría relajarme. Además, el lunes iniciaba el receso de invierno en el Instituto así que podía disponer de dos semanas sin problemas, y con Bernarda siempre la pasaba bien, así que le dije:
-Si consigo pasaje el fin de semana salgo para allá.
Ella pareció ponerse feliz. Me dio todas las indicaciones; el micro no llegaba hasta el pueblo pero desde La Quiaca salían al menos dos colectivos por día a Puesto Viejo (que en realidad era en Jujuy) y allí ella me podía recoger en la moto de su prima. El único problema era que la señal de internet allá era casi nula, pero teniendo el teléfono con crédito podíamos comunicarnos por línea.
El viernes antes del trabajo pasé por Retiro y compré el pasaje en cama suite; al menos quería dormir lo más posible, y el domingo después del mediodía partimos. Durante el viaje teníamos killómetros de conexión; entonces yo le iba avisando más o menos por dónde andaba, y luego largos kilómetros de absoluta soledad. La gente del micro era muy amable y nos pasaron películas, y almorzamos y merendamos y cenamos y luego desayunamos y yo ya creía que mi vida era un largo viaje en ruta. Después de terminar el almuerzo del lunes ya, arribamos a destino. Desde ahí le hablé a Bernarda -luego de haber sacado el pasaje a Puesto Viejo- para avisarle que el segundo micro o colectivo (todavía no sabía qué me iba a tocar) salía a las diecisiete. Tenía un par de horas para recorrer un poco; obviamente terminé en un bar hablando con paisanos muy viejos que se reían porque yo sólo tomaba cerveza, una del lugar. Al final salí corriendo para la terminal porque se me había pasado un poco la hora, y llegué justo. De allí eran tan sólo unos cuarenta kilómetros y luego otro tanto -en moto- hasta Nazareno. Al bajar del segundo micro estaba ella esperándome con una sonrisa de oreja a oreja, apoyada en su cub ciento diez, que en realidad era de la prima y de las que hay millones por allá. Me chapó como una novia y sentí esa familiaridad que tanto extrañaba desde mi separación última. Después salimos para Nazareno. El paisaje era duro y seco, colorado por momentos y lleno de piedras, con subidas y bajadas y de una belleza casi imperceptible.
Su madre era una mujer viejísima, al igual que sus hermanas; no habría podido adivinar cuál era la mayor o la menor o la del medio, todas parecían tener un pie en la tumba, pero luego cuando las empecé a tratar a diario descubrí una fuerza enorme en esas antiquísimas mujeres. Por la mañana -sí, me levantaba temprano- después de matear en el patio salíamos a hacer las compras del día por el pueblo; caminando si teníamos ganas o en la motito. Comida para el almuerzo, vino para las señoras y cerveza para Narda y para mí, y algo para sumar a lo que sobrara del mediodía para la noche. Yo compraba también puchos y hasta pastillas para dormir -sin necesidad de receta alguna- conseguí en el pueblo. Después de cocinar -alguna vez hice asado- y comer tocaba la siesta. Bernarda y yo nos íbamos para el fondo del terreno -la casa estaba en medio de un campo de una hectárea más o menos- en donde algunos árboles nos daban sombra y respiro al calor -incluso en esa época del año- y la altura, coqueábamos y después cogíamos hasta quedarnos dormidos. Al bajar el sol refrescaba bruscamente y allí nos metíamos pa'dentro, como decía su tía, a matear y armar pesadamente una cena más liviana, luego más cerveza y a las piezas de paredes de barro y techos bajitos de paja. En la de adelante Bernarda y yo nos acostábamos y cogíamos hasta quedarnos dormidos, y al día siguiente repetíamos la rutina. Cualquiera que me conozca creería que me habría suicidado antes de completar la semana, pero la verdad es que transcurrieron casi dos y yo no me quería volver. Ese aire tranquilo, todo ese espacio y la lejanía con cualquier lugar me habían fascinado. Pero las obligaciones y todo lo demás nos metieron un sábado a la tarde en el micro de vuelta, ya desde La Quiaca, hasta donde nos había llevado en su vieja camioneta un paisano de Nazareno. El viaje de vuelta fue más entretenido; nos tomamos todo el alcohol que había a bordo y en los momentos en que Narda se dormía yo me quedaba viendo por la ventana la inmensidad, como extrañando algo, de a ratos nomás dormité un poco hasta que el domingo llegamos a Retiro. Fuimos en taxi para Flores -el lunes retomaba mis clases- y cenamos en una pizzería de la calle Caracas, recordando algunas anécdotas de nuestra pequeña travesía.
-Ahora que conocés a mi familia -dijo Bernarda- ya nos podemos casar -y luego sonrió como una niña inocente y atrevida.
Si tenemos un hijo se va a llamar Nazareno -le respondí desde el fondo mismo de mi corazón.

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