28. La desgarradora noticia

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—Gracias —agradecí tímida.

Sujetó mi mano y entrelazó nuestros dedos. Empezamos a caminar por las frías calles de nuestra ciudad sin rumbo alguno, o eso creía yo hasta que quedamos en frente de un almacén. Hugo paró y me miró.

—Ayúdame a elegir una tela bonita para ponerla en la habitación de mi madre —asentí.

—¿Una tela?

—Sí. En el hospital no creo que podamos pintar la pared, pero si podremos colgar unas telas encima para que desprendan alegría, y la habitación deje de ser tan depresiva.

—Me parece muy buena idea.

Abrimos la puerta de ese lugar y dentro había la temperatura perfecta. Cerré y al girar mi cuerpo y observar el local quedé atónita. En toda mi existencia de vida no había visto nunca tantas telas de tantos tipos juntas. Como mínimo había 200 o 300 tipos de tela de diversos colores, texturas, diseños y formas.

No había mucha gente. Avanzamos por el pasillo de la derecha y allí había las telas lisas, sólo con un color o con algun degradado pero sin ningún diseño.

—Creo que deberíamos comprarle una tela lisa porque si cogemos una que lleve algún tipo de dibujo puede acabar molestando a la vista, y ella tiene que pasar ahí las 24 horas del día.

Sonreí. Era adorable lo que se preocupaba Hugo por su madre. Se notaba que tenían una muy buena relación.

—Claro. ¿Cuál es su color favorito?

—El naranja.

—¿Le cogemos una tela de ese color? —Hugo asintió.

Fuimos buscándola hasta encontrar una que no era del todo de color naranja, pero que era muy bonita ya que aparentemente estaba desgastada, y le daba un toque precioso.

Había una gran cantidad de tela agrupada en forma de rollo y al lado, unas tijeras. A nuestra derecha se encontraba un cartel que decía que podías coger el trozo que quisieses y además, ponía el precio por metro.

Fuimos tirando, y más o menos calculamos el trozo de tela para cubrir las cuatro paredes. Contentos por nuestra labor fuimos a la caja a pagar ese gran trozo de tela del cual nos habíamos adueñado.

Yo de nuevo, cuando estuvimos en la caja, no pude evitar volver a observar fascinada los cuatro pasillos que había repletos de telas. Sin duda era increíble.

Sentí dos toquecitos en el hombro:

—Vámonos, ya he pagado —asentí y salimos a la calle, sintiendo de nuevo el frío por nuestros cuerpos.

Me aferré a Hugo y tranquilamente sin tener en cuenta el tiempo, fuimos hacia el hospital. No sé los minutos que estuvimos recorriendo las calles solitarias de la ciudad pero al cabo del rato, mucho o poco no importa, quedamos delante del hospital.

Entramos al edificio por las grandes puertas automáticas y delante nuestro quedó recepción. La señora que se encontraba era diferente a la de la otra vez.

—Hola, nos gustaría darle una sorpresa a mi madre, para ello debería salir un momento de su cuarto. Se encuentra en la habitación 122.

Tecleó en su ordenador algo que no pudimos descifrar. Seguidamente centró de nuevo su atención en nosotros.

—La señora García —Hugo asintió—. Esperad un segundo por favor. Esto debería hablarlo con el doctor que está atendiéndole normalmente.

Marcó un número de teléfono y le pidió al doctor que bajara. A los minutos, un hombre muy alto con una bata blanca hasta las rodillas paró delante nuestro.

Sólo amigos, lo prometoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora