IV

24 0 0
                                    

Desde un plano más allá de lo físico, una conciencia resonaba flotante en el cosmos. El negro y frío vacío, las estrellas, cuerpos celestes orbitando. En un extremo, completa luz, un sol radiante y claro. Del extremo opuesto, completa oscuridad, nebulosas de sombras danzantes. Ambos difíciles de distinguir, una por la ceguera que causaba tratar de mantener la vista, otra porque se camuflaba con la nada del espacio. Ningún lugar que se pudiera ubicar sino un sueño sin soñante. Tal vez de varios soñantes.

En aras de mantener la coherencia, la conciencia creó un cuerpo. El cuerpo de una mujer esbelta, alta, largo cabello negro y piel grisácea. Un cuerpo que reconocía como suyo, con el que se identificaba. Un rostro que significaba algo, ojos pestañosos, labios anchos y oscuros, nariz puntiaguda y larga. Se observó desde afuera antes de hacerse uno con ella. Largas extremidades, delgadez, musculatura marcada y caracteres femeninos resaltantes. Se cubrió de un largo vestido blanco.

Sintió una caída que no estaba ocurriendo, una dispersión en el plano a la cual no estaba acostumbrada. Entonces creó un suelo, un trozo de tierra. Permaneció allí reflexionando. En su memoria convivían la experiencia y las emociones pasadas de varias vidas, mas ninguna le había pertenecido salvo una, la cual ubicaba por algún motivo en relación al extremo luminosos. Observando ambos extremos, pensó en acercarse a la luz. Inmediatamente, un camino de la misma tierra que había inventado, o recordado, apareció del vació y se extendió hasta el sol pálido. Recordó el caminar y pudo haberlo hecho con rapidez y suavidad, pero a la vez no han movido en absoluto sus largas piernas. Al entrar en contacto con el intenso brillo, se empezó a quemar su cuerpo, sus ojos se cerraron, si es que alguna vez los había abierto. Sus brazos intentaron proteger su rostro del ardiente destello. Todo su cuerpo comenzó a agrietarse, como una estatua en el transcurso de milenios representada en un solo segundo.

Sin sentir más calor, la mujer se reincorporó donde había empezado. Las nuevas memorias aparecieron al rozar lentamente su rostro. Sobre el párpado de su ojo izquierdo sintió la textura de una cicatriz, en forma de grieta, desplazada desde su ceja, pasando por su párpado hasta su pómulo izquierdo. Era el detalle que faltaba para recordar quién era. El camino ya no se extendió hacia la luz.

—Ya no pertenezco allí —pensó, recordando el lenguaje. Varias lenguas. Idiomas que han sido habladas por vidas que no todas ha vivido. Sensaciones de recuerdos que no todas le pertenecían. El camino de tierra se extendió ahora hacia el extremo oscuro, y recordó nuevamente. Su vestido blanco se tiñó del más opaco negro, un recordatorio de en quién se había convertido, así como lo era la cicatriz.

Caminó, o apareció, en su nuevo hogar. Criaturas monstruosas habitaban aquel escenario abstracto y retorcido. Un laberinto de varios sueños donde las estrellas eran lo único brillante en el cielo. El camino de tierra se cruzaba con muchos otros caminos de distinto material. El suelo dejó de ser abajo. El abajo dejó de ser tal. No existían leyes, ni sentido, o las leyes y los sentidos conocidos se cruzaron. En una construcción caleidoscópica de varios cuadros de pintura móviles, la mujer se trasladó sin asombro. Ya había estado allí y a la vez no.

Desde aquel mundo, el de los espíritus, la mujer sabía de quien se convertiría en su amigo, pero jamás considero que podría llegar a salvarla de la agonía de ya habituada soledad. Ikb'Maiet, el espectro sin emociones, cuyo rostro era similar a una máscara de yeso blanco, la misma que la Orca de la Horda encontró en el pantano, sin los castigos de los años. Sus orificios oculares reflejaban el negro abismo. Su largo cabello difícilmente se distinguía de su sayo negro. A pesar de ser una criatura de oscuridad, como la mujer y como todas las criaturas del extremo de las tinieblas; del pecho de Ikb'Maiet se ocultaba una tenue luz.

Tras las décadas de noche sobre las ruinas, el sello se había roto y los pasajes a ambos mundos se habían facilitado. Desde entonces, las voces de estas dos criaturas podían ser oídas en un pantano del mundo terrenal. El Chamán Mateo, gracias a su agudo sentido de clarividencia, pudo comunicarse con estas voces. No fue así el caso de Morgan, la Orca de la Horda, quien sólo pudo ser testigo del leve eco de una voz melódica a lo lejos y un susurro aterrador desde el reflejo del húmedo suelo del pantano. Una vez encontrados los secretos del documento, la Horda volvió sobre sus pasos por el mismo sendero oscuro, pero los dueños de las voces se limitaron a observar y sentir la pena de aquellos quienes, desde el mundo terrenal, se habían enterado de una desgracia. Ikb'Maiet fue testigo de la miseria de Morgan a través del amuleto similar a su propio rostro, por el cual llegaban a sus oídos las plegarias del humano. La mujer sabía que aquel a quien Ikb'Maiet escuchaba estaba destinado a un futuro descabellado.

A la sombra del ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora