VI

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El sol apenas había empezado a salir por la deriva cuando un hombre caucásico y musculoso de chaleco verde, llamado Maximiliano Stillman, observaba junto al padre Esaú el resultado de violentas mutilaciones en frente de una enorme catedral. Había miembros separados y torsos despedazados de un número imposible de contar de guardias que alguna vez estuvieron al servicio de ellos, reconocidos sólo por los restos de uniforme celeste. Todo un equipo de paramédicos e investigadores forenses rodearon la zona del crimen, sin esperanzas alguna de encontrar una respuesta lógica a sus interrogantes.

—Supongo que esto es el efecto colateral de jugar con fuerzas desconocidas —dijo Esaú, rompiendo el silencio que había dejado aquella impresión.

—Todavía me cuesta creer en estos cuentos —le respondió Stillman.

—En todos los años de la humanidad, joven Maximiliano, han pasado acontecimientos increíbles. La aparición de la tecnología es el ejemplo más cercano, el que hemos tenido contacto directo. De hecho, no nos imaginábamos un mundo sin esos avances hasta que se lo despojamos de los habitantes de la superficie. La separación de la humanidad, los de arriba y los de abajo, es otro ejemplo. Éste último también le debe su aparición en la historia a los avances tecnológicos. Sin embargo, los miles de años en los que el hombre ha transitado sobre la Tierra, aquella era antes de la ciencia, incluso antes de la religión, ha habido prácticas que hasta los últimos días hemos considerado como meros cuentos. Les hemos adjudicado el título de mitos y nos regocijamos al exponer como resultado de investigaciones antropológicas a estas costumbres bajo las consecuencias de las creencias de una sociedad primitiva, infantil e inmadura. Nunca hemos estado tan equivocados.

—¿Entonces las ceremonias que experimentaron nuestros hombres en aquel patio, existieron hace tantos años?

—Nada de lo que está sucediendo es nuevo. Parece ser que la civilización de abajo, al haber estado alejada de la ciencia, ha vuelto a estas prácticas y las han revivido. Nos burlábamos de ello hasta que tuvimos evidencia y quisimos comprobarlo nosotros mismos, bajo el lema de nuestro paradigma del ensayo y error. Fue difícil convencer a un grupo de científicos ortodoxos que experimentemos con los rituales, pero las evidencias de su veracidad ya se nos eran inevitables.

—¿A qué evidencias se refiere?

—Nuestros radares habían detectado anomalías en distintos puntos de la superficie, alrededor del territorio sobre donde flota nuestra ciudad. Fue a partir de estos datos con los que se marcaron las distintas zonas en el mapa que el monstruo se llevó.

—¿Está completamente seguro de que ese monstruo existe?

—De lo único que estoy seguro es de que Dios existe, en cuanto a esto, tengo muchas evidencias para casi confirmarlo, además de la atrocidad que tenemos enfrente. Un grupo de investigadores entrevistaron a una lejana localidad en otro continente, por los alrededores de las viejas ciudades que fueron testigos de la historia de nuestro Salvador, hace milenios. Consiguieron la información sobre los ritos que hicieron asomar a una entidad desde lo que describieron como un portal oscuro. Al ver esta presencia y dar cuenta de que algunos de ellos empezaron a presentar hemorragias en la nariz y los ojos, interrumpieron el rito. Lo que hicimos fue imitar el procedimiento por ellos descrito para confirmarlo, pura curiosidad científica.

—Según cómo lo dice, parece ser que se necesitan sacrificios para invocarlos. Por eso nuestros hombres murieron al traerlo.

—Y los que sobrevivieron al proceso habrán sido capturados y tributados para traer a la mencionada mujer cómplice de esta masacre. Ahora ambos secuestraron a un grupo de obispos con el fin de seguir plagando la Tierra de viles espíritus, con ayuda del mapa que nosotros mismos les facilitamos.

A la sombra del ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora