XII

1 0 0
                                    

Para muchos, el episodio pudo haber sido percibido como un milagro, mas no fue esa la interpretación de un reconocido médico de la ciudad del Paraíso. Francisco Andrew, pese a no estar en su campo, daba órdenes y participaba activamente en el parto de la mujer que adoraba más que a su propia vida y quien recientemente se había convertido en su esposa. La felicidad de muchos años que un amor correspondido le brindó la mayor parte de su vida se convirtió en la peor de las tragedias cuando una vida terminó para que otra comience. La hemorragia no cesó hasta después del fallecimiento. En los últimos minutos del latir de su corazón, la madre que no logró abrazar a su hija dedicó una débil caricia a su esposo antes de partir. Francisco Andrew jamás hubo de soltar el dolor de aquella pérdida, y así lo simbolizó con su vestimenta. El blanco traje de paño que utilizaba en las reuniones que los líderes políticos organizaban en su honor había quedado arruinado con la sangre de su esposa durante el parto. Lejos de solicitar su arreglo, ordenó que se tiñera el traje del mismo color que para siempre lo marcó.

—No lo limpien, no le quiten la sangre —había dicho—. En vez, las zonas que aún están blancas pásenlas a granate, más del tono del vino. Que quede prolijo.

El burdeos, o bordó, como él siempre lo pronunció; fue desde entonces su característico color. Lo vestía con mucho dolor que no se permitía evitar, lo portó en cada situación, haya reunión o no. Ni siquiera durante los experimentos se lo desvestía, sin importarle que se siga derramando sangre sobre él, pues no alteraba demasiado su tono. Pero no era su traje el único amargo recuerdo de su pérdida. La niña, a quien por deseo de la madre llamó Evangelina, fue ante los ojos de Francisco la encarnación de la tragedia. Así como los espíritus transmitían sensaciones, Evangelina provocaba en su padre un insoportable dolor.

Aun siendo el mejor profesional en salud conocido en las ciudades flotantes, Francisco ignoraba el impacto en la salud mental que su falta de afecto causó en la subjetividad de su hija. Nunca la quiso, ni la sostuvo. Tampoco la cuidó sino a través de empleadas y por compromiso. Cuando la encontraba en sus aposentos descargaba su mal humor sobre ella. Le dirigía palabras hirientes que creyó que no interpretaría por ser una infante. Le decía que era una asesina, que había comido por dentro a su amada, como un parásito. Cuando la veía gatear, decía en voz alta que parecía una alimaña reptante, una serpiente. Una asesina serpiente que estranguló con su largo cuerpo las entrañas de su mujer y envenenó con su ponzoña el corazón de un hombre enamorado. Tanto incorporó la metáfora que ya no la llamaba por su nombre, sino que a ella se dirigía como el reptil.

Una mañana Francisco recibió la noticia de una de las empleadas. Un imprevisto le impediría cuidar a la niña ese día. Para entonces, el médico ya había iniciado sus investigaciones junto al padre Esaú sobre la extraña energía que se había descubierto y sus influencias en el cuerpo humano. Con su fortuna sobornaba a las autoridades para que pudiera utilizar criminales y voluntarios en sus cuestionables experimentos. La ciencia había descubierto ciertas propiedades en el aire luego de la pronunciación de palabras y la evocación de emociones. El padre Esaú lo asoció a las actividades que venía observando de la población del Bajomundo, siendo aficionado en la antropología y curioso en el impacto que la separación de la humanidad causó a la población que permaneció en la superficie. El médico no tomó con seriedad en un principio al devoto de la iglesia, pero luego de irrefutables evidencias terminaron trabajando varios años juntos. Cuando nació Evangelina, hacía poco los estudios de su progenitor se centraron en una misión: fabricar al superhombre. Muchos muertos resultaron de experimentos fallidos.

El intendente Chomsky se enteró de tales atrocidades, pero lejos de penarlas, curiosamente los ayudó. Por algún motivo que ni el doctor Andrew ni el padre Esaú conocían hasta entonces, el intendente parecía estar sobradamente informado sobre la novedosa energía. Vicente Chomsky dio entonces con la clave para el éxito de tan osada misión. En vez de incorporar en una sola operación el mecanismo esquelético que distribuiría la energía en el cuerpo humano, sugirió adaptarla de a poco y en soportables dosis repartidas en tantas sesiones como tendría que tomar. Esta dificultad llevó a distintos cuestionamientos. Era cierto que todos los adultos que utilizaron hasta entonces con el primer método terminaron muriendo de las formas más impensables. A algunos se les explotó el corazón, otros se arañaron sus rostros hasta morir durante un pánico desenfrenado, la temperatura del cuerpo de otros descendió increíblemente hasta congelarse. Pareciera que ningún cuerpo ni mente soportaba la incorporación de golpe del aparato captador de energía, por lo que el intendente podría estar en lo cierto. Sin embargo, habían intentado también los experimentos en intervalos de dos a cuatro sesiones, con resultados similares. Para que la opción del intendente sea viable, requerirían de criar a un niño y someterlo por años a periodos de adaptación. ¿Era el doctor Andrew capaz de sobrepasar aún más los límites de la ética en nombre de la ciencia? Por supuesto que sí, porque un hombre con el corazón hecho cenizas podía estar al nivel de un demonio. Después de todo, los espíritus provenían de la mente de los humanos.

A la sombra del ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora