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La peste había sido descubierta y la multitud se peleaba por un lugar al frente de una fila. Unos soldados con unos aparatos largos y luminosos en sus manos tenían el poder de permitir o impedir el paso. Los infantiles ojos de un niño en medio de esa multitud, tomado de cada mano por ambos padres, observaban las luces rojas y azules que se encendían de los instrumentos manipulados por los soldados.

La familia de tres llegó al final de la fila. Dos soldados con los aparatos luminosos los recibieron, con sus característicos uniformes celestes. Todos ellos cuidaban una puerta de acceso a una gran cápsula de metal. El hombre de aquella familia se quedó inmóvil mientras lo evaluaron con los aparatos luminosos. Las luces prendieron azules para el júbilo de todos. El cielo tomó el mismo color. Mediante el mismo procedimiento desinteresado, el guardia evaluó la condición de la madre y las luces junto a todo el escenario volvieron a prender azules. El alivio desalojó todos los males de los corazones de la familia, pero en su intento de ingresar a la cápsula fueron detenidos.

—No estamos infectados —dijo la madre, enfrentando a los soldados—. Debería dejarnos pasar.

—Usted y su marido tienen acceso libre —dijo el soldado—, pero aún tenemos que chequear al niño.

—Nuestro hijo no está infectado —discutió el padre—. No podría estarlo, últimamente sólo ha tenido contacto con nosotros y nadie más.

—Entonces no habrá problema que lo evaluemos de todas maneras —dijo finalmente el soldado.

Con el ruido de una muchedumbre apresurada de fondo, y repudios expresados hacia los tres que estaban retrasando el ingreso, el guardia acercó su instrumento y realizó el rito sobre los hombros del niño. Los rostros de ambos padres fueron invadidos por una incontenida desesperación. Sus caras arrugadas con muecas de tristeza y ojos lagrimosos sacudieron a todos los que habían logrado verlos. El alboroto de la gente se calmó por el grito de un llanto desgarrador que sobrepasó el murmullo, despertando empatía en la mayoría de los que estaban cerca, quienes humedecieron sus ojos al entender lo que iba a ocurrir con esa familia. La luz había dado rojo al niño. Una neblina de sangre repentinamente apaciguó el encanto del luminoso azul, y desaparecieron todas las personas, inclusive los padres, mientras una cápsula de metal ascendía a los cielos. En la agonía de aquella repentina soledad, el niño reemplazó sus lágrimas por las pinturas blancas que lo caracterizarían por el resto de su vida.

—Nos volveremos a ver.

Esa madrugada Morgan despertó bañado en melancolía. La pesadilla se debía a que la máscara había caído de su regazo, pues no solo espantaba los sentimientos, sino que también funcionaba como atrapa sueños. Agradeció que los disturbios del exterior lo hayan salvado de su profundo reposo.

—No me vuelvas a dejar solo con mis pesadillas, Isaac —dijo la Orca después de un bostezo, hablándole a la máscara—. ¿Te gusta el nombre que te di? No tengo bien claro si sos el rostro de una mujer o el de un hombre. Tenés más pinta de mujer. Pero Isaac me resultaba gracioso para llamarte.

Dio lugar a un silencio, jugando a esperar la respuesta de la máscara. No esperaba realmente que lo hiciera, era una actividad que le divertía.

—Isaac, ya sabes —continuó Morgan—. Según un antiguo cuento polémico, una entidad se le aparece a una señora y le dice que va a tener un hijo. Ante la noticia se le escapa una risa, o algo así. Esta entidad, que sería como una divinidad o algo, le dice que tendrá un hijo y lo debe llamar Isaac, o ella y el que sería el padre decidieron el nombre solos. No estoy seguro. Cuestión, tal nombre significa "aquel que ríe" o algo parecido.

Dejó otra pausa, jugando a estar esperando la respuesta de su amigo de porcelana que no ocurrió. Entonces continuó con su monólogo.

—Irónico, porque sos un rostro inexpresivo. Ese es el chiste. No podría ni imaginarte sonriendo, entonces que tu nombre sea el que lo haga.

A la sombra del ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora