XIII

3 0 0
                                    

Las primeras hojas secas de un otoño forzado al diluvio danzaban en el aire al compás del canto de las montañas. El viento frío y entonado reclamó su territorio en un espacio que había estado siendo ocupado por la lluvia durante casi una eternidad. El opaco volante de un negro vestido flameaba incesante, mientras su portadora emprendía su impecable y seductora marcha a la región condenada a las tinieblas del norte. Una vez caminando bajo el eclipse artificial, Kidema hubo de recordar su vida y su naturaleza antes de consumirse en la soledad. La textura agrietada en la cicatriz de su ojo izquierdo era rozada por sus largos dedos cada vez que este recuerdo invadía su mente y su corazón. Necesarios eran, sin embargo, los lamentos del ángel caído para adquirir la sabiduría que había ignorado mientras nadaba en el mar de ilusiones que la luz tan tentadoramente ofrecía.

El guerrero de piel de ébano, la más hermosa de las ángeles y el demonio sin emociones ya se habían conocido, ya se había cumplido la profecía que a Kidema le fue transmitida. Le tocaba a ella realizar su parte en las ruinas que habían dado fin a la era de los espíritus. El suelo nevado y los restos del diluvio convertidos en escarcha predominaban en la oscuridad del escenario. En el centro de todo aquello, un conjunto de bloques formados en círculo ocupó parte del territorio. Las grandes rocas magmáticas carcomidas por el tiempo y la erosión no habían perdido los dibujos tribales en ellas talados. En el centro de aquella formación, Kidema meditó por tres días y tres noches. Cuando el sonido del ambiente se tornó molesto e indescifrable, los pestañosos ojos abrieron nuevamente para encontrarse con un escenario incesantemente cambiante.

Cuando Kidema despertó de la meditación, era de día y nada obstruía los rayos del sol. No había más nieve ni oscuridad, sino un cálido resplandor reflejándose en el abundante pastizal. Los bloques de roca perdieron su opacidad, la luz los atravesaba, los transparentaba, mas allí seguían. Durante los segundos que se tomó Kidema para contemplar aquello, el atardecer invadió. Cuando se puso de pié, instantes después, la noche con sus incontables estrellas se apoderaron del cielo. Poco le tomó al alba asomar su radiante curiosidad hasta el amanecer. Una y otra vez, el día y la noche no dejaban de alternarse en cuestión de segundos. Todo alrededor se veía adelantado en su ciclo, pero Kidema se movía en su tiempo habitual.

Los sonidos de un ecosistema transcurriendo a una velocidad adelantada se tornaron inentendibles, pero los susurros de las montañas podían escucharse con total sentido. Kidema conversó con un espíritu antiguo.

—Cumpliste tu promesa —dijo la montaña, mientras la nieve le caía encima.

—Perdón la demora —respondió Kidema, mientras las flores de primavera se lucían.

Así, las estaciones del año se turnaban en aparecer durante la conversación de ambos espíritus. Ya habían estado un grupo de exploradores allí, y luego de Kidema otro hombre junto a compañeros espíritus habrían de conocer el lugar donde el tiempo transcurre deprisa.

Allí le fueron revelados el destino del primer ángel, aquel quien estaba detrás de la nueva era. Helictog fue el primer espíritu en formarse completamente de recuerdos de dicha escasamente asociados con pesar. Tuvo el osado propósito de intervenir en el velo de ideas para que desde entonces todos los espíritus se manifestaran bajo la misma condición que él. Los antiguos, entidades elementales que encarnaron antes que Helictog, advirtieron sobre el desequilibrio que aquello ocasionaría. Pero el primer ángel no escuchó. Finalmente cumplió con su palabra. Las posteriores acumulaciones de ideas en una identidad abundaban de deseos de vida y regocijo. Se diferenciaban del resto de los espíritus por su parentesco con Helictog: la luz en sus cuerpos. Infantilmente gozaba el primer ángel a los antiguos, pues su misión había logrado pese a las advertencias. Sin embargo, no se retractó cuando asomaron las consecuencias. Una mórbida aparición lo sorprendió, emanando sentimientos de lo más hostiles y reviviendo una incesante congoja. Fue la primer presencia que, lejos de emanar luz como el resto de los nuevos, desprendía de su cuerpo un negro hálito que atraía a las sombras. Aterrado y a la vez intrigado, Helictog intentó acercarse al siniestro fenómeno, para descubrir que entre ambos se repelían y se lastimaban formándose grietas. Desde entonces, sin dejar de concebir seres de luz, más y más espíritus de las tinieblas aparecieron.

A la sombra del ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora