III

41 1 0
                                    

Desde el cálido diurno cielo del Paraíso podía verse altos rascacielos de diseños extravagantes, sosteniendo no sólo carteles publicitarios de distintos productos, sino también mensajes optimistas que intentaban perpetuar el goce y el consumo. Se conservaban estos edificios con el nombre de rascacielos desde hacía varias décadas, quizás siglos, aunque para ese contexto el nombre era redundante. Después de todo, cada cuerpo en el Paraíso estaba a la altura, y más alto aún, de un clásico rascacielos.

Un día, entre cada edificio, entre cada cartel inútilmente luminoso, un punto saltaba de uno en uno. Desde las condenadas calles era casi imperceptible, no solo por la distancia sino por la cantidad de distracción presente. Había demasiados estímulos que llamaban la atención, que nublaban la conciencia y que satisfacían la inmediatez para la privilegiada población que habitaba en el Paraíso; como para que dieran cuenta del caucásico hombre esbelto que saltaba de la punta de un edificio sin demasiado esfuerzo. No pareciera que tuviera encima ningún artefacto, ninguna maquinaria que le permitiese tal inhumano y extremo labor. No había indicios de ninguna obra maestra de la tecnología escondida en su chaleco verde o en su jean caqui. Sus grandes borcegos negros, que debían soportar el impacto de un aterrizaje a otro, así como también las fuertes pisadas en los trotes por las paredes; tampoco parecían estar hechas de ningún material extravagante. Aun así, Maximiliano Stillman andaba de un edificio a otro, saltando a una considerable altura y aterrizando a una increíble distancia, una y otra vez. Un hombre corriente, en sus signos de ansiedad, correría en círculos, se mordería las uñas o los labios, quizás transpiraría las axilas aún en invierno. Maximiliano, en cambio, manifestaba su inquietud surcando los cielos con una increíble fuerza y dañando los ladrillos donde aterrizaba, sin producirse herida alguna. Un hombre corriente en apuros acudiría a distintos medios de transporte, dependiendo de su época, tomaría un tren o andaría a caballo, subiría a un helicóptero o a un jet, o les pediría a sus súbditos que preparen en cuanto antes el carro con los corceles. El señor Stillman, hombre de una particular época, pero no un hombre corriente, aprovechaba sus habilidades y se ahorraba cientos de minutos en estar de una distancia a otra, de respetar el límite de la resistencia animal o de la espera del pesado tráfico, en un solo salto. Pues así se encontraba Maximiliano Stillman, ansioso y apurado por llegar al laboratorio donde su creador Francisco Andrew yacía en reposo. Si bien nunca antes había estado tan apresurado, habría de encontrarse corriendo mucho más rápido en un futuro, huyendo del terror de un demonio.

"Somos creadores", decía el cartel donde Maximiliano acababa de pararse, no sin dejar una abolladura en el mismo y producir un malfuncionamiento en uno de sus focos de luz. Desde allí observaba a solo un edificio más de distancia. Sus habilidades no incluían en absoluto agudización de sentidos, mas no lo necesitaría para divisar desde su posición el gran ventanal de la construcción de enfrente. Dicho ventanal, aunque lejos de ser transparente sino reflectante, daba a la habitación de la persona a quien tan ansiosamente acudía a visitar.

Francisco Andrew conversaba con su compañero de experimentos. Un hombre sin cabello ni cejas que siempre vestía prendas ceremoniales. Era el padre Esaú, un sacerdote del Paraíso. Hubiera sido excomulgado de la iglesia si sus actividades junto al doctor Andrew salían a la luz, además de su más siniestro secreto. Era también un aficionado por la antropología, nunca había dejado de estudiar a la humanidad que no ascendió al reino de los cielos.

—¡Fascinante! —exclamó Esaú—La civilización de abajo ha retornado al totemismo.

—Padre, ¿me puede explicar cómo es que esos salvajes eran tan hábiles? —preguntó Francisco Andrew.

—Salvajes los llama usted —respondió Esaú—, y aunque despojados de la tecnología están, la realidad no es sino opuesta.

—Responda mi pregunta.

A la sombra del ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora