quince.

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La lluvia cae como un vendaval, el olor del pasto mojado inunda hasta los más recónditos lugares y el cielo está parcialmente oscuro. Gala camina a paso tratando de llegar al edificio al final del callejón. 

Un imponente edificio blanco de cinco pisos con enrejado de dos metros de alto; el moho carcome el área inferior del edificio pero aún así parece que fuera a sobrevivir a aquel ataque mil años más. La hierba está cortada casi completamente pero aún así desprende un fuerte olor a humedad. Un gran letrero de fondo blanco con letras negras anuncia 'Sanatorio Tyte', que para ella es lo mismo que 'Manicomio Tyte'; en honor a su creador Tyte Lann.

Toca el timbre en la gran puerta del enrejado, junto al timbre hay una cámara y lo que parece un micrófono.

—¿Nombre? —pregunta una voz fría. 

—Gala McKenna, vengo a ver a Jorah McKenna —responde, aparentando una calma que no es suya en realidad y ha dejado de serlo desde el momento en que sintió aquellas manos fría como el hielo rodeando su cuello por primera vez. 

 —Adelante —anuncia la voz y algo en el enrejado hace un 'clic' y la puerta comienza a abrirse. 

Hay un camino de adoquines rojos hasta la entrada de la puerta. Distingue dos edificios más a cada lado de la puerta. Uno de dos pisos en buen estado de color blanco, limpio en su totalidad, como si no encajara en lo que es la edificación y el terreno. El otro, a la derecha, es de un solo piso, poco más grande que un cobertizo del mismo color que el anterior, con la pintura descascarándose en las paredes y moho cubriendo un cuarto del total. Las ventanas son antiguas, igual que aquel edificio y están cubiertas con unas cortinas que no permiten ver lo que sucede adentro. El enrejado de las ventanas es de hierro oxidado y roto. 

Evita seguir mirado el pequeño edificio y abre la puerta del edificio principal. Dos jóvenes mujeres están charlando con sonrisitas cómplices sentadas al lado de un mostrador. Mientras que una mujer de, alrededor de cuarenta años habla con un muchacho pálido y con ojeras oscuras.

Gala quita la mirada y se acerca de las muchachas del escritorio. Una la mira recelosa, tal vez porque interrumpió su charla con la otra. 

—Firma aquí, es para el registro de entrada y salida de los visitantes —le señala una hoja con un bolígrafo.

Escribe su nombre donde le indicaron y se queda quieta, sin saber que hacer. La otra mujer toma una llave y camina, cuando ve que Gala no la sigue, la mira con una ceja levantada y le hace una seña con la mano para que lo haga.

Gala le sigue obediente, suben por una escalera hasta llegar al penúltimo piso y desde ahí caminan hacia la última habitación de la derecha. Clava las uñas en las palmas de sus manos, nerviosa. Hace ya casi siete años que no lo ve. ¿La recordará? Espera que sí no, no sabrá que hacer. 

—Jorah McKenna, te buscan. Una tal Gala McKenna —dice con una voz gélida, carente de emoción y se aleja del lugar, sin darle ninguna advertencia de cualquier tipo a ella. 

Entra en la habitación. Las paredes están pintadas de blanco, al igual que el techo, y las sábanas y el piso frío; e incluso la piel del hombre frente a ella, su caballo y sus ojos resaltan en la blancura del lugar.

Unos ojos grises nublados como una tormenta; unos ojos que ella conoce mucho, porque son casi idénticos a los suyos. Y el cabello negro azabache liso y corto, casi completamente. Pero ese hombre ya no se parece tanto a su tío como antes. Sus ojos eran grises y su cabello negro, sí. Pero aquella mirada no luce tan vivaz y feliz como ella los recuerda; ahora se parece más a su mirada, triste y deprimente. El cabello de Jorah está tan corto que lo hace lucir menos juvenil. Si bien recuerda, debe tener entre veintisiete o veintiocho años.

Él la mira, sentado en su cama con su vestimenta blanca. 

—Por fin algo que no sea blanco —bufa irónico—. Adelante, siéntate —agrega y señala un lugar a su lado.

Pero Gala se queda ahí, paralizada, pensando que no fue buena idea ir a aquel lugar. «Probablemente ni me reconoce» piensa. 

—¿Sabes quién soy? —pregunta con cautela. La enfermera solo la dejó ahí, a su suerte, completamente sola y muerta de miedo. 

—Un humano, usualmente todos lo somos —responde con sarcasmo impregnando cada una de sus palabras. 

—¿Es enserio? —pregunta incrédula. Su mirada confusa es obvia. ¿Acaso le está tomando el pelo? Él esboza una sonrisa. 

—Eres una McKenna. Los ojos grises, la mirada apagada, el cabello negro, la piel pálida y la estatura; toda una McKenna —dice perpicaz. Puede que la reconozca como un miembro de la familia, pero no tiene idea de quien. 

—Una McKenna —saborea la frase y lo mira fijo—. Gala McKenna —espera la respuesta. Algo, lo que sea, pero no llega, nada. Si hubo alguna chispa de nerviosismo o de cualquier otra emoción, ella no la vio. 

Y entonces se da cuenta, ahí está: a veces el silencio también puede decir muchas cosas. Aunque calles mil cosas puede que estés diciendo mil más. 

—¿Para qué viniste? —indaga Jorah, escogiendo cada palabra. 

—Te creo— es lo único que dice Gala. Son unas palabras tan ciertas que la toman por sorpresa; después de estar sin verlo tantos años es una de las pocas verdades que puede decirle.

Pero Jorah se mantiene inmóvil y con un rostro confuso. 

—¿Qué me crees? —inquiere dubitativo. Ignora su pregunta. 

—Cuando estaba chica, el día que te llevaron lejos de la casa dijiste algo sobre que estábamos malditos y que la casa también lo estaba; que teníamos que irnos o vendrían por nosotros. Te creo —explica. Él la mira, con esos ojos como tormentas tan iguales a los suyos que parece como si se mirase a un espejo. 

—¿Y cómo has llegado a tal conclusión, chica? —curiosea, esperando que Gala diga todo lo que tiene que decir antes de dar su opinión.

Ella se sienta a su lado luego de cerrar la puerta. 

—Hace algunos días, sentí unas manos en torno a mi cuello, creí que era un sueño pero luego comenzaron a suceder otras cosas —murmura y él la mira fijamente. 

—No me tomes el pelo, chica —exclama con el semblante fruncido y los brazos tensos—. ¿Dónde oíste eso? ¿Es alguna estúpida broma? —le interroga. 

Pero ella tiene que hacerle creer. Es su única salida, el único que, probablemente, tiene una respuesta en vez de agregar diez preguntas más. 

—Están pasando cosas extrañas, ¿sabes? Primero, sentí las manos en mi cuello, ahí comenzó todo. Luego, las voces y los sueños. Oh, joder, son horribles. Una chica sin ojos, es terrorífico. Todo —comienza y se da cuenta que lo necesitaba. Hablar y desahogarse—. No sé que hacer, es tan difícil. 

—No sigas. Tengo una teoría y una explicación y que que ambas te pueden ayudar —dice serio— Ahora, calla y escucha.


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