Lluvia

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Una extraña mezcla entre ansiedad, esperanza, tristeza y determinación llenaba el pecho de Marinette. Todavía faltaba un buen rato hasta tener que reunirse de nuevo con Adrien, esta vez tras el antifaz; tumbada en su habitación, repasaba una y otra vez las fotografías que su madre había tomado a lo largo de la tarde, hasta llegar a su favorita: aquella en la que posaban todos juntos al lado de la enorme bandeja repleta de croissants.

Adrien sonreía, rebosante de orgullo, mostrando como un trofeo los dulces recién horneados. Recordaba el brillo de su mirada cuando Tom lo había felicitado efusivamente, a pesar de que la mayoría de sus croissants habían quedado con una forma un tanto peculiar: parecía que el hecho de que alguien alabara sinceramente su esfuerzo, a pesar de que el resultado no fuera perfecto, suponía una agradable novedad para el chico.

Al ver cómo se iluminaban sus ojos al bromear con su padre, mientras ambos reían como niños pequeños de cualquier juego de palabras absurdo, y la expresión profundamente emocionada con la que agradecía las atenciones de su madre, se había dado cuenta de algo a lo que hasta ese momento quizás no le había prestado la suficiente atención: lo necesitado que estaba el chico de amor en todos los aspectos de su vida.

Él no tenía una familia con la que conversar cuando llegaba a su casa, ni viernes de juegos de mesa, ni un abrazo consolador después de un mal día, o alguien comprensivo con quien hablar en esos momentos en los que solo te apetece esconder la cabeza bajo la almohada. No tenía el cariño incondicional de unas personas que estuvieran para él pasara lo que pasara, ni un refugio seguro, inexpugnable, más allá del que pudieran proporcionarle sus amigos.

Él tenía una casa tan fría como enorme, y una habitación llena de objetos. Tenía una madre trágicamente desaparecida y un padre ausente, encerrado en sí mismo, enloquecido por el dolor. Tenía una agenda repleta, y un nivel de exigencia asfixiante, y a nadie entre esas cuatro paredes dispuesto a ayudarlo a levantarse cuando se caía: solo la obligación, tan absurda como imposible, de no caerse jamás.

Se prometió a sí misma que, de alguna manera, lograría que la pesadilla acabara. Sacaría a Adrien de aquel ambiente opresivo, y se aseguraría de darle tantos besos, y de compartir tantas tardes de risas, y juegos, y fotos y croissants que su alma terminara por sanar. Ojalá construir juntos un hogar pleno de amor, donde podrían faltar comodidades, pero nunca besos, ni abrazos, ni tequieros, ni comprensión.

Pero antes de todo aquello faltaba la parte más dura por superar. Adrien debía enfrentarse a su padre, y sacar a la luz la dolorosa verdad.

Y luego podían pasar dos cosas: que Gabriel Agreste entrara en razón, y cejara en su demencial empeño; o que se negara en redondo a considerar esa posibilidad. Y entonces, darían hacia atrás en el tiempo, aprovecharían esa información para tenderle una trampa, y lo derrotarían.

Al asomarse a la ventana comprobó que el sol comenzaba a declinar. El momento había llegado. Tomó aire y lo soltó de golpe, escogió de la caja los prodigios necesarios, dirigió una intensa mirada a Tikki, que asintió con un cabeceo, e invocó su transformación.

El aire se notaba frío contra su rostro, y pronto se dio cuenta de que una miriada de minúsculas gotitas destacaban contra los halos luminosos de las farolas. Cuando llegó al punto de reunión, había comenzado a lloviznar. Para su sorpresa, Adrien ya estaba allí, resguardado bajo una cornisa; pero no había ni rastro de Chat noir.

El chico se levantó al verla, y ella le dedicó una sonrisa que esperaba que luciera tan tranquilizadora como profesional.

--Chat noir me ha pedido que te diga que lo disculpes, pero le ha surgido un imprevisto, y se ha tenido que marchar.

A fuego lento (Reto Adrinette) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora