𝑐𝑢𝑎𝑡𝑟𝑜

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Logré sofocar un grito cuando el doctor Robin me tomó de la mano y la colocó sobre su pecho. Me miraba a los ojos con interés, me daba la impresión de que trataba de descifrar lo que estaba pensando a través de ellos.

Sentí como se me nublaba la vista, pasé de ver nítido a completamente borroso. Intenté esclarecer lo que veía, y cuando lo conseguí, no logré reconocer donde me encontraba. No estaba en el templo, tampoco en la enfermería o en el bosque.

El aire era pesado, no podía moverme demasiado porque me encontraba en un espacio muy reducido. Un pequeño haz de luz se colaba por las rendijas de los cierres del sarcófago. Presioné con fuerza la superficie que me mantenía presa, clavé las uñas en la tapa pero no se movía ni un centímetro. Grité, le pedí a mis padres que me sacarán de allí, que no volvería a portarme mal. No me quitaría las vendas que me habían puesto de más aunque me dieran calor, sería el orgullo de las momias. Lo prometí, pero no sirvió de nada.

El doctor retiró mi mano de su pecho y recuperé el aliento, aún gritando que me dejaran salir. Corrió su silla hacía atrás y colocó los codos sobre sus rodillas, el mentón sobre sus manos, pensativo.

¿Qué había sido todo eso? Jamás había estado en un lugar así, ¿por qué mi corazón late tan rápido? ¿Por qué estoy tan asustada? Me falta el aire como si siguiera atrapada en esa horrible caja.

Me miré los brazos, que no tenían vendas. Comprobé que seguía teniendo las uñas, no como en la visión que acababa de tener, que estaban desgastadas de tanto rasgar la tapa del sarcófago.

El enfermero se levantó de la silla por fin. Caminó en silencio hasta la puerta, se asomó por ella y cuando comprobó que no había nadie cerca, la cerró y regresó conmigo.

—¿Lo has visto? —corrió las cortinas.

—Lo del...

—Lo del sarcófago. —me interrumpió. —¿Lo has visto?

Asentí con la cabeza. El doctor Robin me confesó que eran sus recuerdos de la infancia, y me sentí muy triste por él.

—Si no fuera porque lo acabo de ver con mis propios ojos, juraría que es imposible. —me clavó sus pupilas oscuras. —Dime Cloé, tú... —se sentó justo delante de mí. —¿Eres una diosa, me equivoco?

Mi labio inferior comenzó a temblar. No sabía que responderle, porque no tenía ni idea. Las diosas de verdad me enseñaron a hablar, a identificar lo que me rodeaba, pero no me dieron una identidad. Antes de Rain, no tenía un nombre, y aún después de ella seguía sin tener una raza.

—N-No lo sé... —confesé. —Y-Yo...

Colocó su mano sobre mi hombro para tranquilizarme. Insistió en que estaba muy nerviosa, y debía calmarme antes de contarle nada. Me dijo que como doctor, lo primero que le preocupaba era mi salud, y no mi identidad. Me ordenó tumbarme y descansar, después de aquello, podríamos hablar

Empecé a confiar en él cuando me entregó una copia de la llave de la enfermería. El doctor debía descansar, y su habitación estaba justo al lado de la esta sala. Me indicó expresamente donde, por si me volvía a sentir mal. También me mostró donde estaba el servicio, por si necesitaba usarlo en cualquier momento.

Me recordó que debía cerrar con llave incluso aunque fuera al baño antes de irse. Dentro de la enfermería había muchas clases de medicamentos, algunos de ellos no debían caer en malas manos. Me había tratado muy bien, y sentía que no tenía malas intenciones.

Suspiré a oscuras, en la enfermería, en mitad de la noche. No era capaz de dormir más. El doctor Robin me había dejado un vaso de agua y una manzana, por si me apetecía comer algo, y lo cierto es que se lo agradecía, porque hacía horas que no comía nada, y me encantaban las manzanas. En el bosque de las diosas había muchos manzanos.

𝑀𝑜𝑜𝑛 | 𝑁𝑎𝑡𝑠𝑢𝑚𝑒 - 𝑒𝑝𝘩𝑒𝑚𝑒𝑟𝑎𝑙Donde viven las historias. Descúbrelo ahora