Quería pensar que volver al pueblo donde me había criado no era tan mala idea. Bien claro estaba que nunca era de mi agrado echar marcha atrás en mis decisiones y que como aprendí de la canción de Comando Tiburón: “Pasado pisado”.
Tal vez me tomaba las cosas muy precipitadamente y aceptar la oportunidad de una nueva vida lejos del caos de la ciudad y del estrés que me causaban esos alterados vecinos no era tan mala idea. Solo tenía que cambiar el chip, ver lo positivo de este cambio y pensar también en los míos, en mis padres, más en mi madre que era quien había insistido en que esta tranquilidad nos iba a venir bien a los tres.
Mi pequeño pueblo, situado en la España más rural, era el típico municipio donde todos se consideraban familia. Podías llamar tío o tía a todo vecino, amigo de tus padres, prima de tus abuelas y todo parentesco que te parecía adecuado con tal de estrechar un poco más el lazo familiar que se respiraba en cada pequeña casa construida entre húmedos adoquines que poseía mi pueblo, Pastrana.
Numerosos veranos habían sido testigos de mi crecimiento. Nacida allí, abandonamos el pueblo para instalarnos en Madrid cuando yo tenía 12 años y ya que nuestra casa del pueblo seguía perfectamente conservada, empezamos la costumbre de, al menos, 20 días de agosto los pasasemos allí. Hasta hoy, que tras unas semanas de largas indecisiones, tomamos la decisión de volver para así, mi padre, que tras su accidente de coche había quedado incapacitado, pudiese disfrutar de una tranquilidad que falta le hacía.Más adelante os contaré también como mi pandilla había desaparecido, como todos mis amigos y amistades de verano habían ido desapareciendo, logrando sus propósitos de estudiar y trabajar en grandes ciudades, haciendo de Pastrana un lugar nuevo para mi.
Como habíamos cambiado desde el verano del 2008, cuando cruzamos por última vez el umbral de esta pequeña y acogedora casa. Nada era como lo habíamos dejado por última vez y ese era uno de los grandes motivos por lo que me daba tanto miedo volver aquí, de nuevo o, por primera vez.
- Luisi, tienes que darle una oportunidad a esto -intentaba convencerme mi madre mientras, apresuradamente, metía sus cosas en el bolso del trabajo. -Es algo nuevo para ti, pero también lo es para mi.
- ¿Y que voy hacer con mis amigos? ¿Con las clases? Tengo 24 años, mamá, ¡no estoy como para perder el tiempo! -refunfuñé mientras apartaba uno de mis mechones salvajes que se había colado entre mis ojos.
- Empezar de nuevo, cariño. Tal vez podría ser el momento de introducirte en el mundo laboral -su voz sonaba más cálida, haciendo que sus palabras cobrasen más sentido al pronunciarlas. -¿Recuerdas como te gustaba ir allí en verano? -se acercó mientras se colgaba de un hombro su bolso. -Como preparabas tu maleta y silbabas aquella canción que siempre ponen en la verbena de agosto… ¿Cómo era? Mmm… -pensaba mientras acariciaba con la yema de sus dedos mi mejilla. -Esa que hablaba de…
- No quiero irme de aquí, mamá… -soplé dándome por vencida y dejando caer todo mi peso sobre la cama de mis padres.
- Luisa… tu padre no está bien. Sabes que no es una decisión que se haya tomado a la ligera. Yo también tengo mi trabajo aquí, mis amigos -rascó su frente indicando que realmente ella tampoco lo estaba pasando bien. -No sé que va a pasar, no sé como lo llevaremos -dejó su bolso en el suelo y se arrodilló abatida delante de mi. -Pero voy a estar aquí, contigo. No te voy a mentir y te voy a decir que todo va a ser mejor, pero sí sé que los cambios también pueden traer cosas buenas. Tu amigo Mario no estará, ni Amanda, tal vez tampoco encuentres a Clara, pero vas a conocer gente afine a ti. Estoy segura que Pastrana también esconde gente guay -recalcó esta palabra con un gesto chulesco, gesto que no pasó desapercibido para mi y no pude reprimir una pequeña sonrisa tras sus ocurrencias.
2 semanas después de esa conversación, me había despedido de mis amigos, había cenado con mi mejor amiga, Candela y entre lágrimas, ambas nos habíamos prometido eterna amistad. Sabía que me iba a costar adaptarme, ya que la vida de pueblo era muy distinta a la que yo tenía en Madrid, pero quería dejar de lado mis egoístas pensamientos y centrarme en mi padre, en llevar su cuidado lo mejor posible, fuera de sonidos de ambulancias, coches con música a altas horas de la madrugada y atascos de camino al hospital cuando sufría una crisis.
Mi madre, enfermera en el hospital de la Paz, había dejado su trabajo y había decidido dedicarse a mi padre las 24 horas del día. Y yo solo podía sentirme egoísta cuando pensaba en Candela, sabiendo que nos podríamos ver lo fines de semana, viajando en tren y que, posiblemente, mi padre no pudiese volverse a montar nunca más en uno.
Tras unas horas de trayecto y una interminable playlist de Spotify que me había amenizado el viaje, llegamos a la entrada de Pastrana. Todo seguía igual hasta donde yo lo recordaba. El gran pedrusco con las letras del pueblo en medio de una enorme rotonda que solo indicaba una salida.
- Que inútil me parece esta rotonda -soplé. -Si solo tiene una salida, ¿no les salía más rentable que la carretera siguiese al recto?
- La rotonda es como una metáfora de la vida -filosofeó mi padre. -Te muestra que por muchas vueltas que des siempre sabes donde está la salida a tu hogar -acarició el muslo de mi madre que concentrada en la carretera esbozó una pequeña sonrisa de lado.
20 años casados, una hija y una hipoteca en común, eran el resultado de un amor que habían prometido que sería eterno, ese que lucha contra todo pronóstico cuando dos familias de ideologías distintas se intentan oponer a ello y hace abrir los ojos a más de uno cuando ves que, realmente, el amor todo lo puede. Solo mi madre, después de esos 20 años, era capaz de reir ante tales ocurrencias como esas que tenía mi padre, algo que solo estando enamorada comprendes.
El vehículo empezó a minimizar su velocidad cuando nos adentramos en el estrecho camino sin asfaltar que atravesaba mi jardín, después de cruzar una pequeña puerta que construyó mi padre cuando yo era pequeña, asegurándose que, cuando aún no levantaba un palmo del suelo, la atravesara a toda velocidad en uno de esos juegos que me inventaba para pasar las horas muertas de verano.
- Huele tal y como lo dejamos -suspiró mi padre llenando sus pequeños pulmones expuestos ahora a un abundante aire puro y natural.
Cargué con las maletas más grandes mientras mi madre sujetaba el brazo derecho de mi padre para servirle como apoyo al bajar del coche y nos encaminamos hacia la puerta de la que iba a ser ahora nuestra nueva casa.
Miles de recuerdos formaron unas pequeñas lágrimas en las cuencas de mis ojos. Mi amiga Clara aporreando la puerta de mi casa con su capazo lleno de chocolatinas y cachos de pan que le robaba a sus abuelos, los pequeños e inocentes besos que Mario me daba antes de entrar a casa y dejarme con miles de dudas, los tomates y pimientos que amenazaban con salir entre las ramas del pequeño huerto que mi padre había plantado cuando aún se valía por sí mismo.
Todo ahora era tan diferente que dolía, pero tal y como había dicho mi madre y yo cada vez lo entendía más; era algo necesario con tal de que mi padre pasara sus días lo mejor posible sin sufrir ningún tipo de estrés.
Tal vez esto no era tan mala idea, al fin y al cabo los cambios no siempre tiene que ser malos y darle una nueva y definitiva oportunidad a Pastrana podría traerme cosas positivas y gente con la que volver a confiar. Ellos no estaban, pero los rincones de este, mi nuevo hogar, podrían estar repletos de nuevas caras y gente con la que volverme a sentir como en casa.
🌙🌙¡Hola a todes!
Vuelvo por aquí con una nueva y definitiva historia que espero que os guste tanto como a mi me está gustando escribirla.
Quiero que conozcáis a una Lusita y Amelia diferentes a las que solemos ver y que disfrutéis de mi pequeña aventura.
Muchas gracias por darle una oportunidad. Estaré encantada de saber que os va pareciendo.
¡Os leo!
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× Sin Saberlo × [Luimelia] 🌙
FanfictionTras el accidente de su padre que cambiará su vida, Luisita baraja la posibilidad de que, trasladarse de nuevo al pueblo donde tantos veranos ha pasado, tampoco es tan mala idea. ¿Quién dijo que las segundas oportunidades nunca fueron buenas?