XX

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Hacíamos el amor, descansábamos un par de horas y cuando descubríamos que seguíamos allí volvíamos a perdernos unos minutos más hasta volver a estallar de placer.

El cansancio acabó apareciendo y nos venció el sueño, algo que agradecieron nuestros músculos y cuando nuestros sudados cuerpos se abrazaron, comprendí que era allí, justo allí, donde por fin había encontrado eso que llaman hogar.






Amelia me hacía sentir deseada. Era puro fuego cuando nuestros cuerpos se encontraban en mitad de las noches que pasábamos juntas. Nuestra pasión cruzaba límites infranqueables y, con total confianza, éramos capaces de abrirnos en canal y experimentar sensaciones que ambas sabíamos que existían pero que no éramos conocedoras de ello.

Lo nuestro eran encuentros frenéticos de aquel mundo que vivíamos fuera de las cuatro paredes de su habitación. Cada una vivía su vida, su trabajo, sus "cosas de persona responsable" como siempre decía ella y, en mitad de todo aquel caos que vivíamos separadas, encontrábamos el momento perfecto e ideal para escaparnos y reencontrarnos entre sus sábanas de algodón que ya casi tenía memorizadas.

No pedíamos mucho más, al menos de momento, pero cuando la noche y el silencio se apoderaba en los rincones de mi habitación, mi mente retrocedía a cuando Amelia y yo salíamos a cenar, reíamos entre los biombos de cualquier restaurante japonés y a aquellos nervios por volvernos a ver en el porche de mi pequeña casa.

Ese pequeño nudo de emoción seguía allí, nunca había desaparecido, pero ¿y si Amelia y yo nos habíamos convertido en puro deseo y poco más?



Solo habían pasado poco más de dos meses desde que nos habíamos acostado por primera vez y desde entonces cada fin de semana cenábamos en su casa para luego terminar en su cama jadeando. Cuando se colaban los rayos de Sol por las rendijas de su ventana, nos despedíamos entre besos hasta el sábado, o tal vez viernes, siguiente. 

Al llegar a casa, mis padres sabían donde había estado pasando la noche, sabían perfectamente que mis ausencias cada fin de semana tenían nombre y apellido, pero siempre habían sido muy respetuosos en mis decisiones y sin preguntas, ni suposiciones varias, aceptaban que cada sábado desapareciera por la puerta hasta volvernos a ver cada domingo frente a frente comiendo en silencio.



Aquel domingo de septiembre me había despertado con la misma sensación desde hacía casi un mes. Un sabor agridulce me invadía continuamente. Con la morena que ahora dormía plácidamente a mi lado todo era maravilloso, pero necesitaba más. Echaba de menos la sensación de pasear por la calle mientras me acompañaba a casa después de tomar unas cervezas con el resto del grupo. Había olvidado la adrenalina que me causaba estar pegada a su espalda cuando conducía su moto a toda velocidad hasta llevarme a un sitio nuevo a la par que precioso. Todo eso había quedado en meros recuerdos y aquellos sentimientos habían dejado paso a unos nuevos que asomaban para desaparecer a las 24 horas.




- Buenos días, mi amor -sonó ella ronca mientras estiraba sus brazos para seguidamente envolverme entre ellos.

- Buenos días, preciosa -contesté yo depositando un ligero beso en su frente. -¿Cómo has dormido?

- Uff -suspiró sonriendo. -Como un bebé. Es increíble como consigo descansar cuando estás conmigo.

- Entonces descansarás poco el resto de la semana -reí sarcásticamente.

Amelia separó su frente de mi cuello lo suficiente como para poderme mirar a los ojos intentando adivinar que estaba pensando. La morena frunció el ceño y observó como yo suspiraba perdiendo mi vista hacia el techo de su habitación.

× Sin Saberlo ×  [Luimelia] 🌙Donde viven las historias. Descúbrelo ahora