Capítulo 18: Los límites

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Aquello era incómodo. No, peor aún. Seguro que era algún tipo de tortura psicológica. ¿Las había tachado en la lista? Ya ni me acordaba, ¡eran demasiadas cosas! Yo quería haberle dado aquella especie de currículum sexual y que él ya lo meditara en la tranquilidad de su hogar, que se hiciera sus apuntes y me dijera algo cuando fuera.

Vale, sí, me he oído... Suena a entrevista de trabajo. Pero a su manera estaba siendo infinitamente peor. ¡Me tenía allí, en su salón, mientras él estaba sentado en el sillón estudiando el cuestionario conmigo delante! No, mira, la entrevista de trabajo era eso. ¡Y era horrible! ¿Qué pasaba si no le gustaban mis respuestas? ¿Me echaría de su vida? Tal vez estaba a tiempo de cambiar alguna...

—Veo muchos «quizás» en esta lista —comentó mientras pasaba una de las trescientas mil páginas.

Tragué saliva. Odiaba esa sensación de estar en un examen. Y eso que normalmente me había dado igual suspender.

—Porque hay demasiadas cosas que no he probado —admití—. Así que, salvo las que me han horrorizado, estoy dispuesta a probarlo todo al menos una vez.

Sonrió, sus ojos brillaron con aprobación. Pero fue su voz lo que me hizo derretirme, tremendamente satisfecha con mi decisión:

—Chica valiente.

Si bien sus palabras lo hicieron más fácil, a medida que pasaban los minutos y él seguía pasando páginas como si más que leerlo quisiera aprendérselo de memoria, mi paciencia encontró su límite de nuevo. Seguro que no ayudaba a la impresión que trataba de dar, pero cuando no soporté más la tensión me puse de pie. Coger mi móvil me pareció tan fuera de lugar como en una entrevista de verdad, así que me puse a curiosear su estantería para hacer algo con mis nervios.

Aunque era más por hacer algo que por interés porque, en realidad, ya la había visto cuando fui a llevarle la botella de vino. Qué bien me habría venido una copita en ese momento... Pero las reglas eran las reglas. Así que tuve que atemperar mis nervios a base de ojear sus cosas.

Libros. Libros. Más libros. Luego la foto de él con el uniforme de artes marciales y luego la de...

—¿Tienes una foto de Honeycutt?

A duras penas contuve la rabia en mi voz, que sonó rígida, tensa. Cogí el marco sin permiso, pero una vez en mis manos me di cuenta de que, pese al parecido, no era ella. Aquella mujer tendría mínimo diez años más y aunque era también una bonita rubia de ojos claros, el parecido acababa ahí. El subconsciente me la había jugado.

—Mi madre.

Mis labios dibujaron una «o» mientras volvía a observarla, sintiendo ahora tanto respeto como segundos atrás rabia.

—Vaya... No os parecéis en nada —le dije sonriente.

Todo él se puso rígido, pero había notado cómo había recibido mis palabras igual que un puñetazo en el estómago que pretendiera fingir que no le dolía. Comprendí demasiado tarde lo que él había oído.

—No quiero decir que te parezcas a tu padre —solté con brusquedad.

¡Bravo! La misma delicadeza que Hulk estornudando en una cristalería.

—Físicamente heredé sus rasgos.

Vale, había tocado hueso. Preferí dejar el tema porque me veía capaz de empeorarlo aún más. Dejé el portarretratos en su sitio, sin poder dejar de mirar a la mujer rubia que me devolvía la mirada con una pacífica sonrisa acorde al dulce paisaje marítimo en el que estaba.

Y entonces lo entendí de golpe.

—Por eso te estás implicando tanto en este caso —murmuré sin darme cuenta—. Honeycutt te recuerda a tu madre.

Palabra de Bruja FarsanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora