Capítulo 7: La mirada

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Al llegar a casa podría haberme olvidado del tema. Podría haberme puesto con la cena, una película y a dormir. Quizás aprovechar para poner una lavadora o enfrentarme a la pirámide de platos sucios que empezaba a ser la opción razonable para algún faraón egipcio con bajo presupuesto. O dejarme llevar por la tentadora manzana que eran mis videojuegos, escondidos en una caja bajo la cama como si en mi propio cuarto tuviera que ocultar mis aficiones; porque una nunca sabe cuando el hombre de sus sueños entrará por esa puerta y sería un bajón que huyera por la ventana según viera que no eres para nada tan guay como aparentabas.

Pero me dolía todo el cuerpo, tenía la cabeza embotada y solo quería dormir. En horizontal esta vez a ser posible y con varias mantas encima para sentir lo más parecido a un abrazo calentito que me reconfortara mientras me deshidrataba por la nariz como un grifo mal cerrado.

Sin embargo, lo prioritario fue ir al lavabo a quitarme las lentillas. Los ojos me ardían como si me hubieran soplado arena a la cara y necesitaba urgentemente algo de colirio para amainar la irritación. También debería no ponerme lentillas en unos días para dar un descanso a los ojos, pero... no. Me daba vergüenza salir de casa con las gafas, me hacían parecer una empollona. Hay gente a la que le quedaban bien, pero yo no estaba en ese selecto grupos de agraciados.

Mientras me las quitaba y las arrojaba a la basura, se me ocurrió la idea de llevar unas de repuesto en el bolso. Claro que, eso era dar por hecho que iba a pasar más noches fuera de casa y no era el caso, ¿no? Además, lo había intentado alguna vez y era tan desastre que las acababa perdiendo o estropeando por accidente. Pero sobre todo porque dudaba mucho que me fueran a hacer falta de nuevo y actuar basándose en imposibles es de idiotas: y yo era tonta, pero no idiota.

Desmaquillada, con los ojos enrojecidos y brillantes y las enormes gafas de pasta; el espejo me devolvía la imagen de una pardilla que se hubiera pasado la tarde llorando. Salí del baño con prisas para no tener que enfrentar mi reflejo ni mi propia autoestima.

Más por inercia que por deseo, enjuagué una cacerola para hervir un poco de agua y poder hacer una sopa de sobre que me insuflara algo de consuelo hasta que fuera la hora de la siguiente pastilla. Mientras esperaba el burbujeo, me puse mi pijama de felpa más suave y encendí el portátil, dispuesta a vivir en la cama hasta la mañana siguiente, a discreción del cuarto de baño.

Cuando el pequeño campamento estuvo asentado y solo me quedaba elegir entretenimiento mientras esperaba el sueño entre sorbo y sorbo del insípido impostor de sopa, sentí el peso del día sobre los hombros. El tiempo no se limita a pasar por nuestro lado mientras nos distraemos con las ocupaciones, nos cae encima como la inclemente gravilla de un reloj de arena cósmico. Y, en momentos como ese, el agotamiento dejaba al aire las heridas de esa lluvia de segundos vacíos e imparables.

Miré alrededor con desidia. Los posters de grupos de moda, las fotos con amigos que me hablaban más por móvil que cara a cara, los peluches y cojines cursis que una chica de rigor debía tener adornando su dormitorio... Algún trofeo habría estado bien si hubiera tenido el talento necesario en algo que me hiciera digna de merecer alguno. Tampoco había demasiados libros, todo ese espacio estaba destinado a maquillaje y complementos.

Y, en una caja bajo la cama, los videojuegos. Los cómics y las figuritas estaban ocultos en sus respectivos escondites también, avergonzada de la debilidad de haberlos comprado. Mi propio cuarto era una exposición abierta al mundo de mi falsedad. Nunca había perdido la esperanza de que Henry entrara alguna vez, por lo que incluso allí debía ser perfecta. Capas y capas de mentiras tras las que ocultar lo poco que quedaba de aquella niña que no era lo bastante buena como para merecer ser amada.

Me reí entre dientes. La fiebre me debía de estar poniendo dramática. Todo el mundo era así, tampoco era para ponerse melena al viento mirando el atardecer. ¿Acaso el fiscal no se ponía cada mañana su traje y actuaba como un caballero ocultando detrás a un sádico pervertido? Nadie podía ser quien quería en el fondo. Todos sin excepción nos ponemos una máscara cada mañana para salir al mundo y dejamos nuestros sueños en la cama.

Palabra de Bruja FarsanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora