Una caja de galletas de canela parecía un regalo muy cutre. Suena a lo que le regalarías a tu abuela por su cumpleaños cuando has tirado la toalla. O como si lo hubiera pillado en una gasolinera recordando a medio camino traer algo. Dudé varias veces si tirarlo y simplemente hacer una visita normal, pero me parecía apropiado hacer una ofrenda de paz. A él le encantaba la canela, así que parecía razonable que unas galletas de canela pudieran ser de su agrado. Me había parecido un gesto amable, aunque ahora me sentía insegura respecto a mi decisión.
Mis dudas pasaron a un segundo plano un instante antes de esfumarse de mi mente cuando Matt abrió la puerta. Estaba en pijama, con los ojos rojos y el cabello revuelto. Habría pensado que estaba enfermo si no fuera por su gesto orgulloso, que pretendía disimular que la hinchazón de sus párpados no era de enfermedad precisamente.
—Matt... ¿Qué...?
—No es un buen momento —murmuró mirando a todas partes menos a mí.
Verle así, perdido y frágil, me partió el corazón.
—¿Qué ha pasado? —pregunté angustiada, deseando hacer cualquier cosa que aliviara esa expresión en su cara.
—Vete.
Parecía ir a quebrarse de un momento a otro. Su orgullo era una débil presa que no aguantaría mucho más su dolor y no quería que estuviera cerca cuando se derrumbara de nuevo. Pero su frágil ego masculino me podía chupar un pie.
Dejé caer la caja y mi bolso al suelo y me abalancé contra él, sosteniéndole con mis brazos con la esperanza de poder ayudarle a mantenerse entero con mi propia fuerza. Hizo ademán de apartarme, pero mis brazos se cernieron con más insistencia a su cintura como dos barras de hierro forjadas en mi voluntad de protegerle.
—¡No! No seas idiota. No me voy a ninguna parte.
—Nicole...
—¡Que te calles! Las chicas se tiran pedos y los chicos lloran. ¡Supéralo!
Tras unos instantes de duda, sus brazos me rodearon de vuelta. El temblor en su cuerpo me llenaba de rabia e impotencia. Quería destruir lo que fuera que le hubiera hecho daño.
Demasiado pronto se apartó de mí, girando la cara para no mostrarme su dolor bajo los restos de la máscara quebrada de su frialdad.
—Vete a casa, Nicole —insistió con voz ronca.
Irritada, me agaché para recoger mis cosas del suelo y entré en su piso sin permiso, empujando la puerta para hacerme hueco entre la madera y él.
Dejé el bolso y la chaqueta en el perchero y la caja de galletas en la encimera. Me habría tirado al sofá como gesto indiscutible de que no pensaba irme a ninguna parte; pero el fiscal seguía ahí, de brazos cruzados apoyado en el marco de la puerta, ejerciendo una resistencia pacífica a mi intrusión. Ya debería haber sabido que eso no iba a funcionar conmigo.
Como si no fuera más que un niño enfurruñado, cerré yo misma la puerta y tiré de su mano para guiarle hasta el sofá, a mi lado. Ahora era yo la que quería hablar y él no iba a escabullirse.
—No seas terco. Sé que estás acostumbrado a estar solo y a encargarte tú de todo... Pero por una maldita vez deja que alguien cuide de ti —le regañé intentando controlar el tono para no hacerlo enclaustrarse aún más.
Pero su mirada estaba clavada en el suelo, perdida entre las vetas de la madera del parquet, concentrado en reprimir su tristeza en lugar de liberarla. Intenté ser paciente y darle algo de tiempo, no presionarle a hablar. Cada uno tenía su propio ritmo.
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Palabra de Bruja Farsante
Romansa«Cuando se está enamorado, comienza uno por engañarse a sí mismo y acaba por engañar a los demás» Oscar Wilde. ~ Palabra de Bruja #2 ~ Nicole odia a los magos. A todos, excepto a uno. Henry Clearwater. Su Henry. El único mago bueno, su vecino, su...