Pequeñas eternidades

6.8K 1K 249
                                    

Alguien forcejeó la puerta.

Jeon Jungkook, con un libro gordo y viejo en las manos, enfrascado en su lectura, no prestó atención. No era como si no sucediera a cada tanto. Él había encontrado esa bodega abandonada hacía casi un año en el instituto, y la gente que a penas iba a encontrándola, forcejeaba con la puerta por si podía encontrar de qué se trataba tal cuartito tras los vestidores del coliseo de gimnasia.

Al principio, el lugar no le había importado. Pero cuando había necesitado un lugar de escondite, bastó con robarse una bombilla de casa y un destornillador para hacer de ese su lugar privado cuando lo ameritaba.

Ese día, en particular, sí que lo ameritaba. Se mojó la punta del dedo para cambiar la página, y se dejó llevar por los versos de poesía romanticista estadounidense. Emily Dickinson, más exactamente. Jungkook amaba las antologías, porque podía conocer de muchos autores. Y ella, en particular, había llamado su atención.

Se vio interrumpido, de nuevo, en el verso que decía:

Joven ateniense

Sé fiel a tI mismo

Y sé fiel al misterio.

Todo el resto es perjurio.

Entonces levantó la mirada hacia los golpes incesantes de la puerta. Hizo un mohín y se levantó. Una cosa era que forcejearan, y otra muy diferente que tocaran la puerta. Sólo significaba que quien estuviera fuera, sabía que él estaba dentro.

Y los entes vivientes que tenían acceso a esa información sólo eran dos. Contados, porque eran sus amigos. Se incorporó, dejando el libro, con un separador en la página que iba, en el costado junto a unas cajas llenas de pesas.

Pero cómo él era desconfiado por naturaleza, y quizás había alguien más que seguramente lo metería en problemas, pegó su oreja a la puerta y esperó unos segundos.

Cuando percibió silencio, deslizó su mano en la superficie de metal y dio un golpe seco. Uno que para un ignorante, sonaría como un animal colado en las cajas que se había chocado, o algún objeto cayéndose contra ella.

Pero para Namjoon o Hoseok, era el inicio de un código.

Jungkook esperó pacientemente, hasta que recibió respuesta. Dos golpes, una pausa, dos golpes. Como los latidos de un corazón. Entonces deshizo las sospechas de su cabeza, y con una sonrisa vaga y cómplice (Jungkook amaba estas pequeñas cosas únicas), abrió la puerta.

Namjoon estaba del otro lado, sonriente. Sus hoyuelos marcaban sus mejillas.

Jungkook, encandilándose un poco con la luz exterior, se cruzó de brazos y se recostó al marco de la puerta. —¿Puedo ayudarte en algo?

Namjoon parpadeó y se rascó la nuca. Aún era raro verse después de sostener su cuerpo, en el baño, mientras se deshacía llorando. Eso ya era el pasado, aunque a duras penas se cumplieran 24 horas de lo sucedido. Lo miró, buscando en el pelinegro algún indicio de llanto o algo que indicara que estaba mal, pero de su expresión no halló nada. Estaba neutro. Pero algo plástico. Con la expresión que uno pondría cuando se obliga a no dejar pasar ninguna emoción en el rostro. Sacudió la cabeza. Él no era ningún experto en eso, todo lo había aprendido por Seokjin. Él no había sido experto en observar nada hasta que conoció a Seokjin.

Tragó saliva, desviando sus pensamientos de aquel hombre y se centró en Jungkook, y en responder su pregunta.

—Creo que es al revés. —comentó. Jungkook frunció el ceño.

—¿Por qué? ¿Tienes que ayudarme en algo?

Namjoon se encogió de hombros. —Sólo soy un mensajero. No tienes que ocultarte más ahí. Al menos no hoy. —le dijo, más compasivo que cualquier cosa. Al parecer, con toda esta situación de Seokjin y el colapso de Jungkook, su faceta de patán parecía ahora más amena. Simpática.

Enemigo «KookTae» ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora