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El mar rodea sus piernas dándole la bienvenida. Atenea, tumbada en la arena y de cintura para abajo metida en la orilla, se relaja. El sol da de lleno en su piel. El calor contrastando con el frío del agua forma una sensación placentera en la peli-negra. Sus manos se mantienen entrelazadas sobre su estómago. Hoy no ha podido ponerse bañador y está mostrando su figura al completo. En realidad, no lo hace más a menudo porque los bikinis le resultan incómodos a la hora de nadar libremente. Pero estaban todos en la cesta de la ropa sucia, así que ha tenido que optar por el traje de baño rojo.

Se respira tranquilidad en el ambiente. Atenea inhala profundo, llenando sus pulmones e hinchando el pecho en su capacidad total. Exhala lentamente, sintiendo como su cuerpo se vacía. Repite el patrón varias veces hasta que sus párpados pesan más de lo debido. A pesar de ya tener los ojos cerrados, quiere cerrarlos aún más. No ha dormido demasiado. Se ha pasado casi toda la noche escribiendo en la libreta que tiene adjudicada para sus sentimientos. Y, aunque se siente liberada, está tan cansada que quiere descansar en la comodidad de su verdadero hogar. Al menos así es como lo describe.

Los dedos de sus pies comienzan a hormiguear e, imaginando que es un banco de peces, no le da importancia. De hecho, le gusta sentir como los animales acuáticos se acercan a ella sin huir espantados. Siempre había querido abrazarlos, mimarlos, cuidarlos. Sin embargo, corrían de cualquier ser humano. ¿Cómo no hacerlo? Si cazan por diversión. No eran pocas las veces que había llorado viendo fotos de pescadores sacando de su hábitat a los peces. ¿Quién en su sano juicio haría algo así? Atenea deseaba, desde que era una niña, salvar a toda la población marina. No obstante, es imposible.

La marea sube y empapa su melena. Extrañada, ya que no es típico, se incorpora apoyándose en sus codos. Mira el mar detenidamente y escucha la preciosa melodía que proviene del mismo. Sonríe, cerrando sus ojos, disfrutando de la suave música que la incita a bailar. Zarandea su cuerpo y la tararea. De pronto, percibe un cambio en el ritmo que la descoloca. Vuelve a observar su alrededor, asegurándose de que todo está bien.

Pero no lo está.

Al mirarse, sintiendo el cosquilleo con más intensidad, nota como su corazón se acelera quemando su interior. Sus piernas están coloreadas de tonos brillantes. Rosados, azulados, morados. Acaricia con delicadeza la zona y nota la piel rugosa, áspera, seca. Un nudo se posa en su garganta impidiéndole la respiración.

El miedo es tan intenso que ni siquiera nota que las olas ahora son más altas.

Se levanta y, corriendo, va hacía el interior de su casa. Mira su mano y percibe que la cicatriz de su dedo también está llena de aquellos colores. Grita con todas sus fuerzas el nombre de su abuela, que sale corriendo de la cocina al oír el pánico en la voz de su nieta. Los ojos marrones de la mujer se empapan en lágrimas cuando observa el cuerpo de Atenea.

— ¿Qué está ocurriendo? —Thomas, su abuelo, contemplando desde las escaleras la escena, cruza miradas con su mujer. Los dos asienten al unísono, saliendo disparados hacía las habitaciones.— ¿Alguien puede decirme algo?

— Atenea, cariño. —Thea acuna el rostro de su nieta entre sus manos.— Haz la maleta. Tenemos que visitar a tus tíos.

— ¿Qué me está pasando? —La voz de la peli-negra nunca ha reflejado tanto horror. Su abuela, dejando un casto beso en su mejilla, le suplica que tenga paciencia.

Y, a primera hora de la mañana, la pareja y Atenea se dirigen al vehículo. Thea da varias instrucciones, pero la joven se detiene frente la casa de Samuel.

— Tengo que despedirme.

— No hay tiempo. —Thomas sentencia. Nunca había sido una persona bruta, tampoco pensó que esto ocurriría. Se siente mal de hablarle así a la que denomina la niña de sus ojos, pero no puede pasar la mano en estas circunstancias.

OCÉANO | lrhDonde viven las historias. Descúbrelo ahora