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Dormir.

Esa era una tarea muy difícil en estos últimos días. Mi cabeza simplemente no lo procesaba. Siempre había pensado que la noche despertaba esa parte de nuestros cerebros que era capaz de traicionarnos y de recordarnos las cosas que habíamos tratado de olvidar con tanto trabajo. Como si esperara ese momento justo de vulnerabilidad para hundirnos.

En el día, podía olvidarlo mientras estaba con mi madre o con Dylan. Pero ahí estaba el problema, solo era por un período muy corto de tiempo.

Después de dar mil vueltas sobre las sábanas, me levanté de la cama y miré mi celular

12:56 a. m.

Caminé de un lado hacia otro en la habitación durante algunos segundos, y luego de resignarme a que había perdido el sueño completamente, salí del cuarto.

Afuera todo estaba muy oscuro, por lo que mi vista tardó un instante en acostumbrarse bien a su alrededor. Pasé por el pasillo y llegué a las escaleras, las bajé poco a poco y luego me aproximé a la sala. Me senté en el sofá y encendí el televisor. Tomé el control y estuve cambiando canales aleatoriamente hasta que un ruido me hizo perder la concentración en la tele. Al parecer, provenía de la cocina.
Coloqué el mute para poder escuchar mejor, pero no volví a oír nada.

Respiré profundo, me recosté en el sofá y quité el mute. El silencio me estaba poniendo nerviosa.

Hice el mayor esfuerzo para volver a relajarme, pero no lo logré. Al volver a escuchar el mismo sonido, mi cerebro me dio una señal de alerta.

Me levanté del sofá y caminé de a poco hacia la cocina. Antes de entrar en el pequeño cuarto, tomé la escoba en un instinto de supervivencia. Podría ser un ladrón...

Tú puedes, Everly. Sé valiente.

¡Alto ahí! —grité, mientras alzaba la escoba.

Pero no encontré nada. Solo estaba yo con mi aspecto de lunática.

Gracias a Dios.

Suspiré y me dirigí hacia el refrigerador, tomé una pequeña caja de yogur de fresa y al cerrar la puerta lo vi. Ahí estaba el causante de los ruidos extraños. Encima del mesón de granito se encontraba una pequeña bola de pelos. Era un gato.

Me acerqué a él y noté que era el mismo gato que le había visto cargar a Teresa cuando había ido a su casa.

Seguramente mi madre había dejado alguna ventana abierta y el pequeño entró desde ahí.

Al menos no es un ladrón.

—¿Qué haces aquí, gatito? —pregunté mientras lo cargaba.

El gato era una verdadera lindura. Sus ojos eran verdes y muy grandes, y su pelaje era suave, casi inmaculado. Sin ninguna mancha.

Él ronroneó y frotó su cabeza contra mi brazo.

—Seguro te escapaste de Reid, ¿verdad? —sonreí—. Seguro que sí.

Regresé a la sala y caminé hacia la ventana. Miré en dirección a la casa de los Strasser y me pareció extraño que las luces estuvieran encendidas. Eso me animó a tomar una decisión sobre lo que tenía pensado.

—Vamos a llevarte a casa —anuncié.

Subí a mi habitación con el propósito de cambiarme, pues sabía que hacía frío y mi bata de dormir no era lo ideal para salir a la calle. Además, no era un buen atuendo para que otras personas lo vieran. Me coloqué un simple mono de lana, una camisa de tirantes, y encima de ésta una sudadera negra.

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