La casa silenciosa
Enterraron a la señora Dovetail en el cementerio de la Ciudad-dentro-de-la-ciudad, donde reposaban los restos de varias generaciones de sirvientes reales, y Daisy y su padre se quedaron contemplando la tumba cogidos de la mano hasta mucho después de que se hubiesen marchado los otros dolientes. Mientras se alejaba de allí a paso lento con su llorosa madre y su ceñudo padre, Bert se volvía una y otra vez a mirar a su mejor amiga. Hubiera querido decirle algo, pero lo que había sucedido era tan grave y terrible que lo había dejado sin palabras. No quería ni imaginar cómo se habría sentido él si su madre hubiese desaparecido para siempre bajo la tierra fría y dura.
Cuando se marcharon todas sus amistades, el señor Dovetail retiró de la lápida de su esposa la corona fúnebre morada que había enviado el rey y, en su lugar, puso un ramillete de campanillas de invierno que Daisy había recogido esa mañana. Entonces, padre e hija regresaron caminando despacio a una casa que, como bien sabían, nunca volvería a ser la misma.
Una semana después del funeral, el rey salió a caballo del palacio, acompañado de la Guardia Real, para ir de cacería. Como de costumbre, a lo largo del trayecto muchos súbditos salieron presurosos al jardín para hacerle reverencias y vitorearlo. Mientras les devolvía los saludos con la cabeza o con la mano, el rey notó que el jardín de una de las cabañas estaba vacío y que había crespones negros en las ventanas y en la puerta principal.
—¿Quién vive ahí? —le preguntó al comandante Beamish.
—Ésa... ésa es la casa de los Dovetail, majestad —le respondió éste.
—Dovetail, Dovetail... —dijo el rey frunciendo las cejas—. Ese apellido me suena de algo, ¿verdad?
—Pues... sí, majestad —respondió el comandante Beamish—: el señor Dovetail es el carpintero del rey y la señora Dovetail es... era... vuestra primera modista.
—Ah, sí —dijo Fred aturullado—. Ya... ya me acuerdo.
Y, espoleando su corcel blanco como la nieve hasta ponerlo a medio galope, pasó deprisa por delante de las ventanas con crespones negros de la cabaña de los Dovetail y procuró concentrarse en la cacería.
Pero, después de aquel día, cada vez que salía a caballo del palacio la mirada se le iba hacia el jardín vacío y el crespón negro de la puerta de los Dovetail, y cada vez que los veía lo asaltaba la imagen de la modista muerta con el botón de amatista en un puño. Cuando ya no pudo soportarlo más, convocó al consejero mayor.
—Herringbone —dijo sin mirar al anciano a los ojos—, hay una casa en la esquina, camino del parque... una muy bonita, con un jardín bastante grande.
—¿La casa de los Dovetail, majestad?
—Ah, ¿son ellos quienes viven allí? —dijo el rey Fred con fingida indiferencia—. Bueno, pues he pensado que es una casa muy grande para una familia tan pequeña. Tengo entendido que sólo consta de dos miembros, ¿es correcto?
—Es correcto, majestad: son sólo dos miembros, puesto que la madre...
—Mire, Herringbone —lo cortó el rey Fred—, no me parece muy justo que se le asigne esa casa tan amplia y bonita sólo a dos personas cuando debe de haber familias de cinco o seis miembros que agradecerían disponer de un poco más de espacio.
—¿Queréis que traslade a los Dovetail, majestad?
—Sí, creo que sí —confirmó el rey Fred mientras simulaba un gran interés por la puntera de su zapato de raso.
—De acuerdo, majestad —dijo el consejero mayor e hizo una profunda reverencia—. Les pediré que intercambien su casa con la familia Roach, que sin duda se alegrará de tener más espacio.
—¿Y dónde está exactamente la casa de los Roach? —preguntó el rey con nerviosismo, pues lo último que quería era ver aquellos crespones negros aún más cerca de la entrada del palacio.
—En los límites de la Ciudad-dentro-de-la-ciudad —contestó el consejero mayor—. Muy cerca del cementerio, de he...
—Suena muy apropiado —lo interrumpió el rey Fred y se puso en pie de un brinco—. No necesito saber más detalles. Encárguese, Herringbone, si es usted tan amable.
Y así fue cómo Daisy y su padre recibieron instrucciones de intercambiar cabañas con el capitán Roach, quien, como el padre de Bert, era miembro de la Guardia Real. La siguiente ocasión en que el rey Fred salió del palacio, los crespones negros habían desaparecido de la puerta y los hijos de Roach (cuatro chicos fornidos que casualmente habían sido los primeros en llamar «bola de sebo» a Bert Beamish) salieron corriendo al jardín y se pusieron a saltar, a aplaudir y a agitar banderas de Cornucopia. El rey sonrió y los saludó con la mano. Pasaron varias semanas y el rey Fred se olvidó por completo de los Dovetail y volvió a ser feliz.
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El Ickabog
General FictionVersión en español del cuento de la escritora inglesa J.K Rowling.