El problema de lord SpittleworthPor desgracia para lord Spittleworth, el señor Dovetail no era el único que había empezado a manifestar sus dudas respecto al ickabog.
Cornucopia se estaba empobreciendo poco a poco.
Los comerciantes ricos no tenían problemas para pagar los impuestos del ickabog: les entregaban los dos ducados mensuales a los recaudadores y a continuación subían el precio de sus dulces, quesos, jamones y vinos para recuperar el dinero, pero a los menos ricos cada vez les costaba más reservar dos ducados de oro todos los meses, sobre todo porque los productos que se vendían en los mercados iban subiendo de precio. En Los Pantanos, los niños cada vez estaban más flacos.
Spittleworth, que tenía espías en todos los pueblos y ciudades del país, empezó a recibir noticias de que la gente quería saber en qué se estaba invirtiendo su oro e incluso exigía pruebas de que el monstruo significaba una amenaza real.
Veréis: siempre se había dicho que los habitantes de cada ciudad de Cornucopia tenían un carácter particular; así, se consideraba que los de Jeroboam eran revoltosos y soñadores; los de Kurdsburg, pacíficos y gentiles; y los de Chouxville, orgullosos, por no decir engreídos. En cuanto a los de Baronstown, se decía que eran honrados y hablaban claro, y fue precisamente en ese lugar donde apareció el primer brote grave de incredulidad.
Un carnicero llamado Tubby Tenderloin convocó una reunión en el ayuntamiento. Evitó decir que no creía en el ickabog, pero invitó a todos los asistentes a firmar una petición al rey solicitando pruebas de que el impuesto Ickabog era necesario. Nada más terminar, el espía de Spittleworth, que evidentemente estaba ahí, montó en su caballo y salió al galope hacia el sur. Llegó a palacio a medianoche.
Despertado por un lacayo, Spittleworth no perdió ni un minuto: mandó llamar a su dormitorio a lord Flapoon y al comandante Roach, que estaban roncando, para oír lo que tenía que contarles el espía. Éste les relató lo sucedido en la reunión de traidores y, a continuación, desplegó un mapa donde señaló las casas de los cabecillas, entre ellos Tubby Tenderloin.
—Excelente trabajo —gruñó Roach—. Los haremos arrestar por traición y los meteremos en la cárcel, ¡así de fácil!
—¿Fácil? ¿Qué tiene de fácil? —repuso impaciente Spittleworth—. En esa reunión había doscientas personas, ¡no podemos encarcelar a doscientas personas! Para empezar, no tenemos suficiente espacio, ¡y además la gente lo verá como una demostración de que no podemos aportar pruebas de la existencia del ickabog!
—Pues habrá que pegarles un tiro, entonces —dijo Flapoon—. Luego los envolvemos como hicimos con Beamish y los dejamos en el pantanal para que los encuentren allí: así, la gente creerá que los mató el ickabog.
—¿Y desde cuándo el ickabog tiene armas —le espetó Spittleworth— y doscientas capas con las que envolver a sus víctimas?
—Ya que se burla de todos nuestros planes, milord —intervino Roach—, ¿por qué no propone usted una idea mejor?
Pero eso era precisamente lo que Spittleworth no podía hacer: por mucho que se estrujara el cerebro, no se le ocurría ninguna forma de asustar a los cornucopianos para que siguieran pagando sus impuestos sin rechistar. Lo que necesitaba era alguna prueba de la existencia del ickabog, pero ¿de dónde iba a sacarla?
Estaba paseándose a solas delante del fuego de la chimenea cuando oyó que llamaban otra vez a la puerta.
—¿Y ahora qué pasa? —gritó.
Cankerby, el lacayo, entró en la habitación.
—¿Qué quieres? ¡Date prisa y habla, que estoy ocupado! —dijo Spittleworth.
—Como usted diga, milord —respondió Cankerby—. Hace poco he pasado por delante de su puerta y, por casualidad, lo he oído hablar con lord Flapoon y el comandante Roach sobre una reunión de traidores...
—¡Vaya! ¿Por casualidad? —repuso Spittleworth con tono amenazador.
—He pensado que debía contárselo, milord: me consta que hay un hombre aquí, en la Ciudad-dentro-de-la-ciudad, que piensa igual que esos traidores de Baronstown —dijo Cankerby—. Él también quiere pruebas, como aquel carnicero. Cuando lo oí, a mí me sonó a traición.
—¡Por supuesto que es traición! —dijo Spittleworth—. ¿Quién se atreve a expresar tales cosas a las mismísimas puertas del palacio? ¿Cuál de los sirvientes del rey osa poner en duda su palabra? ¡Dímelo!
—Ejem... digo yo que... —repuso Cankerby barriendo el suelo con la punta del zapato— algo valdrá esa información...
—¡Desembucha y ya veré si mereces una recompensa o no! —bramó Spittleworth agarrando al lacayo por la pechera del jubón—. ¡Su nombre! ¡Dime su nombre!
—¡Es Da-Da-Dan Dovetail! —balbuceó el otro.
—Dovetail... Dovetail... el apellido me suena —repuso Spittleworth y soltó a Cankerby, que se tambaleó y cayó hacia atrás, encima de una mesita—. ¿No había una modista...?
—Su esposa, milord. Está muerta —dijo el lacayo levantándose.
—Ya caigo —dijo Spittleworth—. Vive en esa cabaña que está al lado del cementerio, donde nunca cuelgan banderas ni ponen retratos del rey en las ventanas. ¿Y cómo sabes que ha expresado esas opiniones traidoras?
—Por casualidad, oí que se lo comentaba a una fregona —dijo Cankerby.
—Tú oyes muchas cosas «por casualidad», ¿no, Cankerby? —preguntó Spittleworth y buscó unas monedas en el bolsillo de su chaleco—. Muy bien, toma diez ducados.
—Muchas gracias, milord —dijo el lacayo y saludó con una inclinación de cabeza.
—Espera —añadió Spittleworth, pues Cankerby ya se disponía a salir—. ¿Qué oficio tiene ese tal Dovetail?
Lo que en realidad quería saber era si el rey lo echaría de menos en caso de que desapareciera.
—Es carpintero, milord —contestó Cankerby, volvió a inclinar la cabeza y salió de la habitación.
—Carpintero... —dijo Spittleworth pensando en voz alta.
Y nada más salir Cankerby y cerrarse la puerta, tuvo otra de sus ideas brillantes. Tanto resplandecía que, de pura sorpresa, se vio obligado a agarrarse al respaldo del sofá para no caer al suelo.
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El Ickabog
Aktuelle LiteraturVersión en español del cuento de la escritora inglesa J.K Rowling.