Capítulo 55

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Spittleworth ofende al Rey


Tras el desastre de la diligencia, lord Spittleworth tomó medidas para asegurarse de que nunca volviera a pasar nada parecido. Sin notificarlo al monarca, promulgó una nueva ley que, entre otras cosas, autorizaba al consejero mayor a abrir las cartas para comprobar que no contuviesen indicios de traición. Además, listaba, en sus distintos artículos, todas las conductas que se consideraban traición en Cornucopia a esas alturas: seguía siéndolo afirmar que el ickabog no existía o que Fred no era un buen rey, criticar a lord Spittleworth o a lord Flapoon, o quejarse de que el impuesto Ickabog era demasiado elevado; pero, por primera vez, se consideraba delito afirmar que los habitantes de Cornucopia no eran igual de felices ni estaban tan bien alimentados como siempre.
Con la gente demasiado asustada para decir la verdad en sus cartas, el correo disminuyó hasta casi desaparecer por completo, lo mismo que los desplazamientos a la capital: justamente lo que se había propuesto el astuto lord. Entonces, éste puso en marcha la segunda fase de su plan, que consistía en enviarle a Fred una gran cantidad de cartas de supuestos admiradores. Como no todas podían estar escritas con la misma letra, encerró a unos cuantos soldados en una habitación con un montón de plumas y hojas de papel y, mientras iba de aquí para allá luciendo su túnica de consejero mayor, les explicó lo que quería que escribieran:

—Elogiad al rey: decidle que es el mejor gobernante que el país ha tenido jamás; y escribid también que no sabéis qué sería de Cornucopia sin lord Spittleworth, y que estáis seguros de que el ickabog habría matado a mucha más gente de no ser por la Brigada de Defensa, y que el reino nada en la abundancia...

Así pues, el rey Fred empezó a recibir cartas que lo elogiaban a más no poder y le aseguraban que el pueblo nunca había sido tan feliz y que la guerra contra el ickabog marchaba sobre ruedas.

—¡Bueno, parece que todo va estupendamente! —dijo radiante, blandiendo una de aquellas cartas, durante una comida con los dos lores.
Pese a que el crudo invierno hacía imposible salir a cazar, estaba más alegre desde que había empezado a recibir aquellas misivas falsificadas. Además, ese día llevaba un espléndido traje nuevo, de seda de color ocre con botones de topacio, que lo hacía sentir especialmente atractivo, lo que exaltaba aún más su ánimo.

Se deleitó un momento viendo caer la nieve detrás de la ventana mientras él estaba cómodo y resguardado, con un buen fuego en la chimenea y una mesa abarrotada de los más deliciosos manjares, y finalmente continuó:

—¡No tenía ni idea de que habíamos matado a tantos ickabogs, Spittleworth! De hecho, ahora que lo pienso, ¡ni siquiera sabía que había más de uno rondando por ahí!

—Estooo... pues sí, majestad —repuso Spittleworth y le lanzó una mirada asesina a Flapoon, que en ese momento daba cuenta de un exquisito queso cremoso; estaba tan ocupado tramando cosas que le había encargado a Flapoon la tarea de revisar todas las cartas falsificadas antes de que se las entregasen al rey, y ya se veía que no lo había hecho a conciencia—. No queríamos alarmaros, pero hace poco nos dimos cuenta de que el monstruo se había... estooo... —tosió un poco, con pudor—... reproducido.

—Ya veo —dijo Fred—. De todas formas, es una excelente noticia que estemos aniquilándolos a tal velocidad. ¡Deberíamos disecar un ejemplar y exhibirlo ante la ciudadanía!

—Estooo... sí, majestad, es una idea excelente —contestó Spittleworth apretando las mandíbulas.

—Pero hay algo que no entiendo —prosiguió Fred arrugando la frente y apretando la carta que tenía en las manos—. ¿No dijo el profesor Menthidor que cada vez que muere un ickabog brotan dos en su lugar? Matándolos así, ¿no estamos, en realidad, doblando su población?

—Eh... no, majestad, en absoluto —repuso Spittleworth improvisando con su maquiavélico cerebro—, porque hemos encontrado la forma de evitar que eso suceda. Se trata de...

—Golpearlos primero en la cabeza —intervino Flapoon acudiendo en ayuda de su amigo.

—Exacto: golpearlos primero en la cabeza —repitió Spittleworth asintiendo—. Si uno consigue acercarse lo suficiente y dejarlos inconscientes antes de matarlos, por lo visto... el proceso de duplicación se interrumpe.

—Pero, Spittleworth, ¡¿cómo es que no me habías informado de ese asombroso
descubrimiento?! —exclamó Fred—. ¡Esto lo cambia todo! ¡Podríamos estar cerca de eliminar para siempre a los ickabogs!

—Sí, majestad. ¿Verdad que es una buena noticia? —repuso el lord; le habría encantado borrarle la sonrisa de la cara a Flapoon de un bofetón—. Sin embargo, todavía quedan unos cuantos...

—Aun así, ¡por fin vemos la luz al final del túnel! —exclamó Fred alegremente; dejó la carta a un lado y volvió a coger el cuchillo y el tenedor—. ¡Es una verdadera lástima que un ickabog haya matado al pobre comandante Roach poco antes de que empezáramos a ganar la batalla contra esos monstruos!

—Sí, majestad, es una lástima —coincidió Spittleworth, quien había justificado ante el rey la repentina desaparición del comandante Roach contándole que había sacrificado su vida en Los Pantanos tratando de impedir que el ickabog se desplazara hacia el sur.

—En fin, estos éxitos también explican una cosa que me tenía muy intrigado últimamente —comentó Fred pensativo—: ¿no habéis oído que los sirvientes se pasan el día cantando el himno nacional? Es muy edificante, sin duda; aunque acaba resultando un poco cansino... Pero cantan por eso, ¿no? Para celebrar nuestros triunfos frente a los ickabogs.

—Sí, seguro que es por eso, majestad —confirmó Spittleworth.

En realidad, los que cantaban eran los prisioneros, y no los sirvientes, pero Fred no sabía que había más de cincuenta personas encerradas en las mazmorras de su palacio.

—¡Organizaremos un baile para celebrarlo! —decidió—. Hace mucho tiempo que no hay una fiesta en palacio: se me figura que han pasado siglos desde la última vez que bailé con lady Eslanda.

—Las monjas no bailan —repuso Spittleworth en voz bajísima, y enseguida, levantándose, añadió—: Flapoon, tenemos que hablar un momento.

Se dirigieron hacia la puerta sin más, pero apenas habían dado unos pasos cuando el rey les gritó:

—¡Esperad!

Se volvieron. Fred parecía molesto.

—Ninguno de los dos me ha pedido permiso para levantarse de la mesa.

Los lores intercambiaron miradas y Spittleworth se apresuró a inclinar la cabeza.

—Le ruego a su majestad que nos perdone —dijo mientras Flapoon lo imitaba y hacía una reverencia también—. Veréis, si queremos poner en práctica vuestra excelente sugerencia de hacer disecar un ejemplar de ickabog tenemos que actuar deprisa; de otro modo podría... pudrirse.

—Aun así —replicó Fred mientras acariciaba la insignia de oro que llevaba colgada del cuello: nada menos que la Medalla al Valor en la Lucha contra el Sanguinario Ickabog— soy el rey, Spittleworth: vuestro rey.

—Por supuesto, majestad —respondió el lord, e hizo otra profunda reverencia—. Yo vivo para serviros.

—Mmm —murmuró Fred—. Bueno, pues que no se te olvide, y date prisa con eso de disecar al ickabog: quiero exhibirlo ante mis súbditos. Luego hablaremos del baile.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora