Capítulo 57

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El Plan de Daisy

En Los Pantanos, donde el suelo seguía cubierto por una gruesa capa de nieve, el ickabog no sólo había dejado de tapar la entrada de la cueva cada vez que salía con sus cestos, sino que Daisy, Bert, Martha y Roderick iban con él y lo ayudaban a recoger las pequeñas setas de pantano que tanto le gustaban y comida congelada del carromato.

Los cuatro estaban cada vez más fuertes y sanos. También el monstruo estaba más grueso, pero debido a que se aproximaba la nacimuerte de su bebé, que, además, marcaría el último día de los chicos: cuando supuestamente iba a comérselos. Por eso, ni a Bert, ni a Martha ni a Roderick les hacía ninguna gracia ver cómo le crecía la barriga. Bert era el que más convencido estaba de que acabarían siendo devorados, y de paso no le quedaba la menor duda de que el ickabog era real y había matado a su padre.

Muchas veces, cuando salían a coger setas, el monstruo y Daisy se adelantaban un poco y conversaban en privado.

—¿De qué estarán hablando? —preguntó Martha un día mientras Bert, Roderick y ella, unos pasos detrás, recorrían el pantanal mirando al suelo.

—Me parece que Daisy intenta hacerse su amiga —respondió Bert.

—¿Para qué? ¿Para que sólo nos coma a nosotros tres? —dijo Roderick.

—Eso que has dicho es horrible —repuso Martha indignada—. En el orfanato, Daisy siempre difendía a los otros; a veces incluso se las pañaba para que la castigaran a ella con tal que los demás salieran bien libraos.

Roderick se quedó de piedra: su padre le había enseñado a esperar siempre lo peor de las personas, y le repetía una y otra vez que sólo salían adelante los más fuertes y los más malvados. Le costaba olvidar lo que le habían inculcado; sin embargo, su padre había muerto, y su madre y sus hermanos seguramente estaban presos, y él no quería que sus nuevos amigos le cogieran manía, así que murmuró:

—Lo siento.

Y se ganó una gran sonrisa de Martha.
Pero el caso es que Bert tenía razón: Daisy estaba haciéndose amiga del ickabog, sólo que su plan no era salvarse ella sola, ni siquiera a los cuatro: quería salvar a toda Cornucopia.

Esa mañana, mientras caminaba con el monstruo por el pantanal un poco alejada de los otros chicos, descubrió que, en cierta zona, unas campanillas de invierno habían conseguido atravesar el hielo semiderretido: se acercaba la primavera, y eso significaba que pronto regresarían los soldados. Con una sensación rara en el estómago, porque sabía lo importante que era encontrar las palabras adecuadas, dijo:

—Ickabog, ¿sabes esa canción que cantas todas las noches?

El ickabog, que estaba levantando un tronco para ver si debajo había alguna seta, contestó:

—Si no la supiera, no podría cantarla, ¿no?
Y soltó una risita resollante.

—Ya. ¿Y eso de que quieres que tus hijos sean prudentes, buenos y valientes?

—Sí —respondió el monstruo, cogió una setita de un gris plateado y se la enseñó a Daisy—. Las plateadas están muy ricas, y no abundan en el pantanal.

—Qué suerte haberlas encontrado —comentó Daisy mientras el ickabog metía la seta en el cesto—. Y luego —añadió volviendo a su asunto—, en el último estribillo, dices que esperas que tus bebés maten a los humanos...

—Exactamente —repuso el ickabog. Alargó una garra, arrancó un pellizco de unos hongos amarillentos que crecían en un árbol muerto y se los mostró a Daisy—. Estos son venenosos: no te los comas nunca.

—No me los comeré —prometió ella; luego inspiró hondo y volvió a la carga—: Pero ¿de verdad crees que un ickabog prudente, bueno y valiente comería humanos?

El monstruo, que en ese instante iba a agacharse para coger otra seta gris plateada, se quedó quieto y miró a Daisy.

—Yo no quiero comeros —aclaró—, pero tengo que hacerlo o mis hijos morirán.

—Dijiste que necesitaban esperanza —argumentó Daisy—. ¿Qué pasaría si, cuando llegue el momento de la nacimuerte, tus hijos vieran que su madre... o su padre... perdona, es que no sé muy bien...

—Yo seré su icker —explicó el ickabog— y ellos serán mis ickaboggles.

—Vale. Y... ¿no sería maravilloso que tus... tus ickaboggles vieran a su icker rodeado de gente que lo quiere y desea que sea feliz, que viva con ellos y que sean amigos? ¿No les daría eso más esperanza que ninguna otra cosa?

El monstruo se sentó en un tronco caído y permaneció un buen rato en silencio. Bert, Martha y Roderick se quedaron observando a cierta distancia: notaron que estaba pasando algo muy importante entre Daisy y el ickabog y no se atrevieron a acercarse, aunque se morían de curiosidad.

Por fin, el ickabog dijo:

—Tal vez... tal vez sería mejor que no os comiera, Daisy.

Era la primera ocasión en que la llamaba por su nombre. Ella alargó el brazo, puso la mano sobre la garra del ickabog y los dos se sonrieron. Entonces, el monstruo añadió:

—Cuando llegue el momento de mi nacimuerte, tus amigos y tú tenéis que colocaros alrededor de mí para que mis ickaboggles nacimueran sabiendo que vosotros también sois amigos suyos, y después os quedareis con mis ickaboggles aquí, en el pantanal, para siempre.

—Bueno, eso tiene un pequeño inconveniente —repuso Daisy con cautela sin soltarle la garra—, y es que pronto se acabará la comida del carromato: no creo que haya suficientes setas en el pantanal para alimentarnos a nosotros cuatro y a tus ickaboggles.

A Daisy le resultaba extraño hablar así de un momento en que el ickabog ya no estaría vivo, pero a éste no parecía importarle.

—Y ¿qué podemos hacer? —le preguntó a Daisy con ojos de angustia.

—Verás, ickabog —repuso ella—, está muriendo mucha gente en Cornucopia. Muchos de hambre, otros directamente asesinados, y sólo porque unos malvados nos hicieron creer a todos que tú querías acabar con la gente.

—Y es verdad: yo quería acabar con la gente... hasta que os conocí a vosotros cuatro —confesó el ickabog.

—Pero has cambiado —replicó Daisy; se levantó y miró a la bestia a los ojos mientras le sujetaba las dos garras—: has entendido que los humanos, o al menos la mayoría, no son crueles ni malvados, que quizá sólo estén cansados y tristes. Y si te conociesen, y supieran lo bueno y lo amable que eres, y que lo único que comes son setas, comprenderían que es una tontería tenerte miedo. Estoy segura de que querrían que tus ickaboggles y tú abandonarais el pantanal y regresarais a las praderas donde vivían tus antepasados, donde crecen unas setas más grandes y sabrosas y donde tus descendientes vivirían en armonía con nosotros.

—¡¿Quieres que abandone el pantanal?! —dijo el ickabog—. ¡¿Que vaya adonde están los hombres, con sus lanzas y fusiles?!

—Ickabog, por favor, escúchame —le suplicó Daisy—. Si tus ickaboggles nacimueren rodeados de centenares de personas dispuestas a amarlos y protegerlos, ¿no les dará eso más esperanza de la que ningún ickaboggle ha abrigado jamás? Mientras que, si nosotros cuatro nos quedamos aquí, en el pantanal, y nos morimos de hambre, ¿qué esperanza podría haber para ellos?

El monstruo volvió a quedarse mirando a Daisy mientras Bert, Martha y Roderick se preguntaban qué demonios estaría pasando. Al fin, una lágrima grande como una manzana de cristal brotó de uno de sus ojos.

—Me da miedo ir adonde viven los hombres: me da miedo que nos maten a mí y a mis ickaboggles.

—No os matarán —dijo Daisy. Le soltó las garras, tomó su enorme y peluda cara entre las manos y hundió los dedos en aquel pelo como hierbajos de pantanal—. Nosotros te protegeremos; te lo juro, ickabog. Tu nacimuerte será la más importante de la historia: vamos a devolverles la vida a los ickabogs... y también a Cornucopia.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora