El juicioSeguro que no os habéis olvidado de los tres valientes soldados a los que encerraron en las mazmorras por poner en duda la existencia del ickabog y de Nobby Bottons.
Pues Spittleworth tampoco: desde la noche en que ordenó que se los llevaran no dejaba de pensar en cómo deshacerse de ellos sin ser descubierto. Lo último que se le había ocurrido era ponerles veneno en la sopa y pretender que habían muerto por causas naturales. Todavía estaba tratando de decidir qué veneno le convenía cuando unos familiares de los encarcelados se presentaron ante la verja del palacio y exigieron hablar con el rey. Para colmo, lady Eslanda estaba con ellos, y Spittleworth sospechaba que había sido ella quien lo había organizado todo.
En lugar de conducirlos ante el rey Fred, Spittleworth llevó al grupo a su espléndido despacho, donde, con mucha cordialidad, los invitó a sentarse.
—Queremos saber cuándo se celebrará el juicio de nuestros familiares prisioneros —dijo el hermano del soldado raso Ogden, un criador de cerdos de las afueras de Baronstown.
—Ya llevan meses encerrados —añadió la madre del soldado raso Wagstaff, que trabajaba de camarera en una taberna de Jeroboam.
—Y ante todo nos gustaría saber de qué se los acusa —concluyó lady Eslanda.
—Se los acusa de deserción —repuso lord Spittleworth y, sin dejar de mirar al criador de cerdos, se acercó el pañuelo perfumado a la nariz. El pobre hombre iba perfectamente aseado, pero Spittleworth pretendía que se sintiera insignificante y por desgracia lo logró.
—¿De deserción? —dijo la señora Wagstaff perpleja—. ¡Pero si no hay en todo el reino tres soldados más leales al rey!
Spittleworth escudriñó el rostro de aquellas personas profundamente preocupadas y, de pronto, se le ocurrió una idea brillante como un relámpago. ¡Cómo no lo había pensado antes! No necesitaba envenenar a los soldados: sólo arruinar su reputación.
—Los presos se presentarán mañana mismo ante el tribunal —anunció y se puso en pie—. El juicio se celebrará en la plaza más grande: quiero que toda Chouxville los oiga declarar. Que tengan un buen día, damas y caballeros.
Y, con una sonrisita y una inclinación de cabeza, dejó plantados a los atónitos familiares y se dirigió a las mazmorras.
Los tres soldados estaban mucho más delgados que la última vez y, como no habían podido lavarse ni afeitarse, ofrecían un aspecto lamentable. El vigilante, borracho, dormía en un rincón.
—Buenos días, señores —dijo Spittleworth con tono resuelto—. Traigo noticias: mañana se presentarán ante el tribunal.
—¿Y se puede saber de qué se nos acusa? —preguntó desconfiado el capitán Goodfellow.
—Ya lo sabe, Goodfellow —le respondió Spittleworth—: los tres vieron al monstruo en el pantanal y huyeron en lugar de proteger al rey. Después, para encubrir su cobardía, decidieron afirmar que el monstruo no existe.
—Eso es mentira —dijo Goodfellow sin subir la voz—. No me importa lo que me haga, lord Spittleworth, yo diré la verdad.
Ogden y Wagstaff asintieron ante las palabras de su capitán.
—Quizá no les importe lo que pueda hacerles a ustedes —dijo el lord con una sonrisa en los labios—, pero ¿y a sus seres queridos? Wagstaff, ¿no sería terrible que su madre, la camarera, resbalara al bajar a la bodega y se abriera la cabeza? Y Ogden, ¿no sería horrible que su hermano, el criador de cerdos, se clavase accidentalmente su propia guadaña y sus animales lo devoraran? —Spittleworth se acercó más a los barrotes, miró fijamente a Goodfellow y susurró—: Y a usted, capitán, ¿no le parecería espantoso que lady Eslanda sufriese un accidente de equitación y se partiera el esbelto cuello?
Porque Spittleworth creía que lady Eslanda era la amante del capitán Goodfellow: jamás se le habría ocurrido pensar que una mujer podía tratar de proteger a un hombre con el que ni siquiera había hablado.
Pero el capitán Goodfellow no entendía por qué demonios lord Spittleworth lo amenazaba con la muerte de lady Eslanda. Es verdad que le parecía la joven más adorable del reino, pero nunca había compartido esa opinión con nadie: a los hijos de los queseros no les correspondía fijarse en las damas de la corte.
—¿Y qué tiene que ver lady Eslanda conmigo? —preguntó.
—No finja, Goodfellow —le espetó el autonombrado consejero mayor—. La he visto ruborizarse en cuanto mencioné su nombre. ¿Me toma por idiota? Ha estado haciendo todo lo posible para protegerlo, ¡estaría muerto de no ser por ella! Y saldrá perjudicada si mañana dice algo que contradiga mi versión. Lady Eslanda le salvó la vida, Goodfellow, ¿piensa sacrificar la suya?
El capitán se quedó pasmado: la idea de que lady Eslanda estuviese enamorada de él le parecía tan maravillosa que casi eclipsó las amenazas de Spittleworth. Pero enseguida comprendió que, para salvarle la vida a Eslanda, tendría que mentir y declararse culpable de deserción ante el tribunal, lo que sin duda alguna acabaría con el amor que esa joven sentía por él.
Spittleworth comprobó, al ver palidecer a los tres hombres, que sus amenazas habían surtido efecto.
—Anímense, caballeros —les dijo—. Estoy seguro de que sus seres queridos no sufrirán ningún accidente si mañana ustedes dicen la verdad.
Por toda la capital se colgaron carteles que anunciaban el juicio, y al día siguiente una gran muchedumbre abarrotó la plaza más grande de Chouxville. Los tres valientes soldados subieron por turnos a una tarima de madera en presencia de sus amigos y familiares y, uno a uno, confesaron que se habían tropezado con el ickabog en el pantanal y que, en lugar de defender al rey, habían huido como cobardes.
La multitud los abucheaba tan ruidosamente que no se oían las palabras del juez, que no era otro que lord Spittleworth. En cualquier caso, mientras éste leía la sentencia («Cadena perpetua en las mazmorras del palacio»), el capitán Goodfellow no hacía más que mirar fijamente a lady Eslanda, que seguía el juicio sentada en la parte más alta de las gradas con las otras damas de la corte.
A veces, con sólo una mirada dos personas pueden transmitirse mucho más de lo que se dirían con palabras en toda una vida. No voy a contaros todo lo que lady Eslanda y el capitán Goodfellow se comunicaron con los ojos, baste decir que, después de que se miraron, ella supo que el capitán correspondía a sus sentimientos y él que, aunque fuera a pasarse el resto de su vida encarcelado, lady Eslanda no tenía duda de su inocencia.
Hicieron descender de la tarima a los tres prisioneros encadenados, la gente les lanzó coles y luego se dispersó en medio de un gran vocerío, pensando, en su mayoría, que lord Spittleworth debería haberlos sentenciado a muerte. Él, por su parte, regresó al palacio satisfecho de sí mismo: siempre era mejor, cuando era posible, parecer una persona magnánima y razonable.
El señor Dovetail había observado el juicio desde un extremo de la plaza. No había llevado a Daisy consigo: la había dejado trabajando en su taller, y por supuesto no abucheó a los soldados. Mientras volvía a su casa ensimismado, vio a una pandilla de jóvenes que seguían a la llorosa madre de Wagstaff insultándola y lanzándole hortalizas.
—¡Dejad de perseguir a esa mujer o tendréis que véroslas conmigo! —les gritó, y ellos, al ver al forzudo carpintero, se escabulleron.
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El Ickabog
General FictionVersión en español del cuento de la escritora inglesa J.K Rowling.