Capítulo 27

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Secuestrada


Esa tarde, Daisy volvió de la escuela jugando con su vieneivá por el camino y, como de costumbre, tras cruzar la cancela del jardín se fue derecha al taller de su padre para contarle cómo le había ido el día. Para su sorpresa, lo encontró cerrado con llave. Se le ocurrió que el señor Dovetail habría acabado de trabajar más pronto que de costumbre y habría vuelto a la cabaña, así que se fue para allá con los libros de texto bajo el brazo.

Abrió la puerta, pero no llegó a entrar: se paró en seco en el umbral y miró alrededor intrigada. Todos los muebles habían desaparecido, así como los cuadros de las paredes, las alfombras, las lámparas y hasta el fogón.

Abrió la boca para llamar a su padre, pero justo entonces alguien la cubrió entera con un gran saco y le tapó fuertemente la boca con la mano. Los libros de texto y el vieneivá fueron a dar al suelo con ruidos sordos. Sintió que la levantaban y se retorció como una lagartija, pero la sacaron de la casa y la metieron en la trasera de un carromato.

—Si haces bulla —le dijo una áspera voz al oído—, mataremos a tu padre.

Daisy, que se había llenado los pulmones al máximo para gritar con todas sus fuerzas, cambió de parecer y decidió soltar el aire muy despacio. Notó que el carromato daba una sacudida y, cuando empezaron a moverse, oyó el tintineo de un arnés y un sonido de cascos. Giraron y enseguida supo que estaban saliendo de la Ciudad-dentro-de-la-ciudad; oyó a los vendedores del mercado y el ruido de otros caballos y dedujo que estaban atravesando Chouxville. Jamás había tenido tanto miedo, pero aun así se esforzó en concentrarse en cada vuelta, cada sonido y cada olor que percibía para poder hacerse una idea de adónde la llevaban.

Al cabo de un rato, se fijó en que los caballos ya no iban por una calzada adoquinada, sino por un camino de tierra; el aroma a pasteles que impregnaba la atmósfera de Chouxville desapareció y lo sustituyeron los olores a tierra y vegetación de la campiña.

El hombre que había secuestrado a Daisy era el soldado Prodd: un tipo bruto y corpulento que formaba parte de la Brigada de Defensa contra el Ickabog. Spittleworth le había ordenado «deshacerse de la hija de Dovetail» y Prodd había entendido que quería que la matara. No iba mal encaminado: si Spittleworth lo había escogido era porque le gustaba emplear los puños y le tenía sin cuidado quién recibiera los golpes.

Con todo, mientras conducía el carromato por el campo y pasaba por bosques y florestas donde habría sido fácil estrangular a Daisy y enterrar su cadáver, poco a poco el soldado Prodd se fue dando cuenta de que no iba a poder cumplir su misión: su sobrina Rosie, a la que quería mucho, tenía la misma edad que Daisy, y cada vez que se imaginaba estrangulando a esta última, era a Rosie a quien veía suplicar que no la matara. De manera que, en lugar de desviarse del camino de tierra y entrar en el bosque, Prodd siguió adelante con el carromato y empezó a devanarse los sesos para ver qué podía hacer con Daisy.

Entretanto ella, con la cabeza dentro del saco de harina, notó que el olor de las salchichas de Baronstown se mezclaba con el olor a queso de Kurdsburg y se preguntó a cuál de las dos famosas ciudades la estarían llevando. Alguna vez había acompañado a su padre allí a comprar queso y carne, y creía que, si conseguía despistar al conductor cuando la bajara del carromato, podría regresar a Chouxville a pie en un par de días. Desesperada, pensaba una y otra vez en su padre y se preguntaba dónde podía estar y por qué se habían llevado todos los muebles de su casa, pero luego se obligaba a concentrarse en el trayecto, pues quería asegurarse de que sabría encontrar el camino de vuelta.

Prestó mucha atención por si oía los cascos de los caballos pisar el suelo de piedra del puente que atravesaba el río Fluma y conectaba Baronstown y Kurdsburg, pero nunca llegó a oír ese sonido porque, en lugar de entrar en una de aquellas ciudades, el soldado Prodd pasó de largo: acababa de tener una idea genial para deshacerse de Daisy y, rodeando la ciudad de los salchicheros, continuó hacia el norte. Poco a poco, los olores a carne y a queso se esfumaron y empezó a anochecer.

El soldado Prodd, que era originario de Jeroboam, se había acordado de una anciana que vivía en las afueras de esa ciudad. Todos la llamaban Ma Grunter, se dedicaba a recoger a huérfanos y recibía de las autoridades un ducado al mes por cada crío que vivía con ella. Jamás ningún niño o niña había conseguido fugarse de la casa de Ma Grunter, por eso Prodd decidió llevar a Daisy allí: no podía arriesgarse a que su cautiva encontrase el camino de regreso a Chouxville porque Spittleworth se enfurecería si descubría que el soldado no había cumplido sus órdenes.

Pese al frío, al miedo y a lo incómoda que viajaba en la trasera del carromato, el balanceo había acabado por dormir a Daisy, pero de repente despertó con una sacudida. Notó un olor diferente en el aire, un olor que no le gustó nada, y al cabo de un rato lo identificó: era olor a vino; lo reconoció por las escasas ocasiones en que el señor Dovetail se bebía una copa. Debían de estar acercándose a Jeroboam, ciudad que ella nunca había visitado. A través de los agujeritos de la tela del saco distinguió que estaba amaneciendo. El carromato volvió a zarandearse por una calzada adoquinada y poco después se detuvo.

Enseguida, Daisy trató de saltar de la trasera del carromato y escapar, pero antes de que pudiese hacerlo el soldado Prodd ya la había agarrado. La llevó, aguantando sus codazos y patadas, hasta la puerta de Ma Grunter, que aporreó con el grueso puño.

—Sí, sí, ya voy —dijo una voz aguda y cascada desde el interior de la casa.

Se oyó cómo retiraban una serie de cerrojos y cadenas y Ma Grunter apareció en el umbral apoyando todo su peso en un bastón con mango de plata (aunque, como es lógico, Daisy, que seguía dentro del saco, no pudo verla).

—Le traigo a otra cría, Ma —dijo Prodd y cargó el saco en cuyo interior estaba Daisy por el pasillo de Ma Grunter, que olía a col hervida y a vino barato.

Quizá penséis que Ma Grunter se alarmaría al ver que metían en su casa a una niña en un saco, pero la verdad es que no era la primera hija de unos presuntos traidores a la que secuestraban y le entregaban. No le importaba la historia de cada crío, sólo el ducado que las autoridades le pagaban todos los meses por tenerlos en su casa: cuantos más niños se apiñaran en su ruinoso cuchitril, más vino podría comprar. Así que tendió una mano y graznó: «La tarifa de admisión es de cinco ducados», que era lo que decía siempre cuando se daba cuenta de que alguien necesitaba deshacerse de una criatura costara lo que costase.

Prodd, refunfuñando, le entregó los cinco ducados y se marchó sin decir nada más. Ma Grunter cerró de un portazo.

Prodd montó en su carromato y desde allí volvió a oír el tintineo de las cadenas y el girar de las llaves en la puerta de Ma Grunter. Aunque le hubiese costado la mitad de su paga mensual, se alegraba de haberse sacado de encima el problema de Daisy Dovetail y regresó tan aprisa como pudo a la capital.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora