Capítulo 22

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La casa sin banderas



Y así, todas las familias de Cornucopia tuvieron que pagar un impuesto mensual de dos ducados de oro para proteger al país del ickabog. Los recaudadores de impuestos no tardaron en convertirse en una presencia habitual en las calles: llevaban unos ojos como faroles, blancos y fijos, pintados en la espalda del uniforme negro, supuestamente para recordarle a todo el mundo en qué se empleaba el impuesto, pero en las tabernas se murmuraba que eran los ojos de lord Spittleworth, vigilando para asegurarse de que nadie dejaba de pagar.

Cuando hubieron recaudado suficiente oro, Spittleworth decidió erigir una estatua en memoria de una de las víctimas del ickabog: otro recordatorio de la ferocidad de la bestia. Al principio pensaba que el homenajeado debía ser el comandante Beamish, pero los espías que tenía en las tabernas de Chouxville le explicaron que lo que de verdad había impresionado a la gente era la historia del soldado raso Bottons: el joven y valeroso Bottons, que se había ofrecido voluntario para salir al galope en plena noche con la noticia de la muerte de su comandante y que también había acabado en las fauces del ickabog. La mayoría lo consideraba una figura noble y trágica que merecía una bonita estatua. En cambio, podía interpretarse que el imprudente comandante Beamish había muerto por accidente al adentrarse en el neblinoso pantanal después del anochecer. De hecho, los clientes de las tabernas de Chouxville estaban muy resentidos con Beamish, pues Nobby Bottons se había visto obligado a jugarse la vida por su culpa.

Spittleworth, feliz de plegarse a los deseos del pueblo, encargó una estatua del joven soldado raso y la plantó en medio de la plaza más grande de Chouxville. Bottons quedó inmortalizado sobre un magnífico corcel, regresando a la Ciudad-dentro-de-la-ciudad al galope con la capa de bronce ondeando a la espalda y la mirada de firme determinación en el rostro imberbe. Se puso de moda dejar flores los domingos bajo el pedestal de la estatua, pero una muchacha más bien feúcha lo hacía a diario asegurando que había sido la novia del héroe.

Como los dos lores estaban hartos de entretener al rey, que seguía demasiado asustado para ir de cacería (temía que el ickabog se las hubiera ingeniado de alguna manera para trasladarse al sur y se abalanzaba sobre él en el bosque), Spittleworth decidió invertir un poco más de oro en un proyecto que lo distrajera.

—¡Hay que hacer un retrato vuestro peleando con el ickabog, majestad! ¡El pueblo lo exige!

—¿Ah, sí? —dudó Fred acariciando los botones de esmeralda de su traje.

Pero enseguida recordó que, la mañana que se había puesto por primera vez el uniforme de combate, había soñado con hacerse retratar matando al ickabog. Aceptó la propuesta y pasó dos semanas escogiendo y probándose un nuevo uniforme: el otro se le había ensuciado en el pantanal y de todas formas había que esperar a que le forjaran una nueva espada con el puño incrustado de joyas. Una vez finalizados los preparativos, Spittleworth llevó al palacio a Malik Motley, el mejor retratista de Cornucopia, y Fred empezó a posar semana tras semana para un retrato tan grande que cubriría toda una pared del Salón del Trono. Detrás de Motley se sentaban cincuenta pintores menores que copiaban su obra para tener preparadas versiones más pequeñas que se repartirían por todas las ciudades, pueblos y aldeas de Cornucopia.

Mientras lo retrataban, el rey se entretenía relatándoles a Motley y a los otros pintores su famosa pelea con el monstruo, y cuanto más la repetía más convencido estaba de que eso era lo que realmente había sucedido. Entre una cosa y otra, Fred estaba contento y ocupado, y Spittleworth y Flapoon volvían a ser libres para dirigir el país y repartirse los cofres de oro que sobraban todos los meses y que hacían trasladar de madrugada a sus respectivas fincas.

Pero os preguntaréis qué había sido de los otros once consejeros que habían trabajado a las órdenes de Herringbone. ¿No era extraño que el consejero mayor hubiese renunciado a su cargo en plena noche y que nadie hubiese vuelto a verlo jamás? ¿No preguntaron nada cuando de la noche a la mañana encontraron a Spittleworth ocupando el lugar de Herringbone? Y lo más importante: ¿creían en la existencia del ickabog?

Son preguntas excelentes y ahora mismo voy a contestarlas.

Claro que comentaron entre ellos que Spittleworth no debería haber ocupado el cargo sin una votación. Un par incluso se plantearon protestar ante el rey, pero decidieron no hacer nada por la sencilla razón de que tenían miedo.

Tened en cuenta que en las plazas de todas las ciudades y los pueblos de Cornucopia habían aparecido proclamas redactadas por Spittleworth y firmadas por el rey, que decían que era traición criticar las decisiones del monarca, que era traición insinuar que el ickabog tal vez no existiera, que era traición cuestionar la necesidad del impuesto Ickabog y que era traición no pagar los dos ducados de oro mensuales. Además, fijaban una recompensa de diez ducados por denunciar a quien afirmara que el ickabog no existía.

Los consejeros, pues, temían que los acusaran de traición: no querían que los encerrasen en una mazmorra. Sin duda, era mucho más agradable seguir viviendo en las preciosas mansiones que les correspondían por ser consejeros y seguir vistiendo la túnica de consejero y saltándose la cola de las pastelerías.

De modo que aprobaron todos los gastos de la Brigada de Defensa contra el Ickabog, cuyos miembros vestían un uniforme verde porque, según Spittleworth, así se camuflaban mejor entre la hierba del pantanal. El desfile de la brigada por las calles de las principales ciudades de Cornucopia pronto se convirtió en una imagen habitual.

Quizá algunos se preguntaran qué hacía la brigada saludando a la gente por las calles en vez de quedarse en el pantanal donde se suponía que estaba el monstruo, pero nunca expresaban sus dudas. Para entonces, la mayoría de sus conciudadanos competían entre sí para demostrar su inquebrantable fe en el ickabog, ponían reproducciones baratas del cuadro del rey Fred peleando con el ickabog en las ventanas de sus casas y colgaban letreros de madera en las puertas con mensajes que decían: orgullosos de pagar el impuesto ickabog o ¡muera el ickabog, viva el rey! Algunos incluso enseñaban a sus hijos a hacerles reverencias a los recaudadores de impuestos.

La cabaña de los Beamish estaba decorada con tantos letreros anti-ickabog que costaba trabajo ver cómo era la construcción que había debajo. Bert había regresado por fin a la escuela, pero lamentablemente para Daisy siempre pasaba la hora del recreo con Roderick Roach, hablando del momento en que los dos se unirían a la Brigada de Defensa contra el Ickabog y matarían al monstruo. Ella nunca se había sentido más sola, y se preguntaba si Bert la echaría de menos.

La casa de Daisy era la única de la Ciudad-dentro-de-la-ciudad que carecía de banderas y letreros que apoyasen el impuesto Ickabog. De hecho, el señor Dovetail le prohibía a su hija cruzar la puerta de la calle cuando la Brigada de Defensa contra el Ickabog pasaba por allí, en vez de animarla a salir al jardín a aplaudir como hacían los hijos de los vecinos.

Lord Spittleworth reparó en la ausencia de banderas y letreros en la cabaña de al lado del cementerio y archivó ese dato en el rincón de su maquinadora cabeza donde guardaba la información que podía serle útil en el futuro.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora