Ma GrunterTras asegurarse de que la puerta quedaba bien cerrada, Ma Grunter le quitó el saco de encima a su nueva pupila.
Daisy parpadeó, deslumbrada al volver a la luz de golpe, y vio que se encontraba en un pasillo muy sucio frente a una anciana muy fea vestida de negro de pies a cabeza y con una gran verruga con pelos en la punta de la nariz.
—¡John! —graznó la anciana sin quitarle los ojos de encima, y un chico mayor que ella, mucho más alto y con cara de pocos amigos, llegó arrastrando los pies e hizo crujir los nudillos—. Sube a decirles a las Janes que pongan otro colchón en su habitación.
—Pídaselo a uno de los renacuajos —gruñó John—, yo todavía no he desayunado.
Como única respuesta, Ma Grunter blandió su grueso bastón con puño de plata para golpearlo en la cabeza. Daisy incluso encogió los hombros, anticipando el sonido del metal contra el cráneo, pero el chico esquivó hábilmente el golpe, como si estuviese muy entrenado; volvió a hacer crujir los nudillos y dijo de mal humor:
—Está bien, está bien. —Y desapareció por una escalera desvencijada.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Ma Grunter a Daisy.
—Daisy —contestó ella.
—Pues a partir de ahora te llamarás Jane.
Daisy no tardaría en enterarse de que Ma Grunter les hacía lo mismo a todos los críos que llegaban a su casa: todas las niñas pasaban a llamarse Jane y todos los niños, John. La reacción de los chiquillos cuando les cambiaban el nombre le revelaba a Ma Grunter con mucha exactitud cuánto le costaría doblegarlos.
Como es lógico, los más pequeños aceptaban sin rechistar que se llamaban John o Jane y olvidaban rápidamente que un día habían tenido otro nombre. Los huérfanos y los que se habían perdido también aceptaban el cambio sin oponer resistencia en cuanto comprendían que llamarse John o Jane era el precio que tenían que pagar si querían un techo bajo el que cobijarse. Pero de vez en cuando Ma Grunter se encontraba con críos que se negaban a aceptar su nuevo nombre y, antes de que Daisy hubiese abierto siquiera la boca, supo que ella pertenecía a esa clase: tenía pinta de orgullosa y, si bien era muy delgada, estaba firmemente plantada allí, con su peto, apretando los puños.
—Me llamo Daisy —dijo—. Me pusieron así porque significa «margarita», y las margaritas eran las flores favoritas de mi madre.
—Tu madre está muerta —repuso Ma Grunter, que siempre les decía a sus pupilos que sus padres estaban muertos: era mucho mejor que aquellos mocosos no creyeran que ahí fuera había alguien que los esperaba si lograban huir.
—Eso es verdad —dijo Daisy; el corazón le latía muy deprisa—: mi madre está muerta.
—Y tu padre también —añadió Ma Grunter.
Daisy miró a aquella anciana horrible y la vio borrosa: no había probado bocado desde el almuerzo del día anterior y había pasado una noche de pesadilla en el carromato de Prodd. Aun así, dijo con voz clara y firme:
—Mi padre está vivo. Me llamo Daisy Dovetail y mi padre vive en Chouxville.
Necesitaba creer que su padre seguía allí: no podía permitirse dudarlo porque, si muriese, desaparecería para siempre toda la luz del mundo.
—Te equivocas —dijo Ma Grunter y enarboló su bastón—. Tu padre está muerto y enterrado y te llamas Jane.
—¡No! Me llamo... —insistió Daisy, pero de pronto oyó zumbar el bastón de Ma Grunter en dirección a su cabeza. Lo esquivó como había visto hacer al chico, pero un segundo bastonazo la alcanzó en la oreja. Se tambaleó hacia un lado.
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El Ickabog
General FictionVersión en español del cuento de la escritora inglesa J.K Rowling.