Capítulo 7

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Lord Spittleworth se chiva


Esa noche, como siempre, los dos lores cenaron con el rey Fred. Tras un suntuoso plato de carne de venado de Baronstown acompañado del mejor vino de Jeroboam y seguido de una selección de quesos de Kurdsburg y algunas exquisitas Cunitas de Hada de la señora Beamish, lord Spittleworth decidió que había llegado el momento. Carraspeó y dijo:

—Espero, majestad, que no os haya molestado la desagradable pelea que han protagonizado los niños esta tarde en el patio.

—¿Pelea? —dijo el rey Fred, que había estado hablando con su sastre del diseño de una capa nueva y, por tanto, no había oído nada—. ¿Qué pelea?

—¡Ah! Creía que su majestad ya lo sabía —repuso lord Spittleworth haciéndose el sorprendido—. Creo que el comandante Beamish podría daros más detalles.

Pero el rey Fred parecía divertido, más que molesto.

—Bueno, Spittleworth, es de lo más normal que los chiquillos se peleen.

Los dos lores se miraron disimuladamente y Spittleworth volvió a la carga:

—Lo dicho: sois la bondad personificada, majestad.

—Desde luego —murmuró Flapoon sacudiéndose las migas del chaleco—. Muchos reyes, si hubiesen oído a una niña hablando de forma tan irrespetuosa de la Corona...

—¿Cómo, cómo? —preguntó Fred, y la sonrisa se borró de sus labios—. ¿Que una niña ha hablado de mí... de forma irrespetuosa?

Fred no daba crédito a lo que acababa de oír: estaba acostumbrado a que los niños chillaran de emoción cuando los saludaba desde el balcón.

—Eso me ha parecido, majestad —confirmó Spittleworth mirándose las uñas—. Pero, como ya os he dicho... ha sido el comandante Beamish quien ha intervenido para separar a los chicos: él conocerá mejor los detalles.

Las velas chisporrotearon en los candelabros de plata.

—Los niños dicen muchas... muchas tonterías, pero en broma —dijo el rey Fred—. Seguro que esa cría no tenía mala intención.

—Pues a mí me ha sonado claramente a traición —masculló Flapoon.

—En todo caso —se apresuró a insistir Spittleworth—, quien ha oído claramente lo que ha dicho ha sido el comandante Beamish. Flapoon y yo podríamos haber entendido mal.

Fred dio un sorbo de vino y en ese momento un lacayo entró en el salón para retirar los platos del postre.

—Cankerby —dijo el rey Fred, pues así se llamaba el lacayo—, ve a buscar al comandante Beamish.

A diferencia del rey y de los dos lores, el comandante Beamish no se zampaba siete platos todas las noches: hacía horas que había acabado de cenar. Cuando recibió el aviso del rey, se preparaba para acostarse. Tras quitarse el pijama, se puso de nuevo el uniforme y regresó a toda prisa al palacio; cuando llegó, el rey Fred, lord Spittleworth y lord Flapoon se habían retirado ya al Salón Amarillo, donde seguían bebiendo vino de Jeroboam y comiéndose otra bandeja de Cunitas de Hada (al menos Flapoon) sentados en unos sillones de raso.

—Ah, Beamish —dijo el rey Fred cuando vio al comandante entrar y saludar con una marcada inclinación de cabeza—. Me he enterado de que esta tarde ha habido un pequeño altercado en el patio.

Al comandante le dio un vuelco el corazón: abrigaba esperanzas de que la noticia de la pelea de Bert y Daisy no hubiese llegado a oídos del rey.

—Bueno, ha sido una riña insignificante, majestad —dijo.

—Vamos, Beamish —intervino Spittleworth en voz baja—. Debería estar orgulloso de haberle enseñado a su hijo a no tolerar a los traidores.

—Pero si... si no ha habido ninguna traición —aclaró el comandante Beamish—. Sólo son críos, milord.

—¿Quiere decir que su hijo me ha defendido, Beamish? —preguntó el rey Fred.

El comandante Beamish se encontraba en una posición sumamente delicada: pese a su probada lealtad al rey, no quería revelarle lo que había dicho aquella niñita huérfana de madre. Entendía sus sentimientos y por nada del mundo quería meterla en problemas. Pero al mismo tiempo era consciente de que había veinte testigos que podían repetirle al rey las palabras exactas de Daisy, y estaba seguro de que, si mentía, lord Spittleworth y lord Flapoon lo acusarían de ser desleal y traidor.

—Pues... sí, majestad, es cierto que mi hijo Bert os ha defendido —dijo al fin—. Sin embargo, creo que habría que disculpar a la niña que ha hecho ese comentario tan desafortunado sobre su majestad: la pobre ha sufrido mucho, y hasta los adultos decimos tonterías cuando nos sentimos desgraciados.

—¿Ha sufrido mucho? ¿Por qué? —quiso saber el rey Fred: no concebía ninguna razón de peso para que un súbdito suyo hiciera comentarios groseros sobre su regia persona.

—Veréis, majestad... la niña... se llama Daisy Dovetail —repuso el comandante Beamish mirando por encima de la cabeza del rey Fred un cuadro de su padre, Richard el Honrado—. Su madre era la modista que...

—Sí, sí, ya me acuerdo —lo interrumpió el rey Fred alzando la voz—. Muy bien. Nada más, Beamish. Puede retirarse.

Con cierto alivio, el comandante Beamish volvió a saludar con la cabeza y se dirigió hacia la puerta, pero cuando ya tenía la mano en el picaporte oyó que el rey decía:

—¿Cuáles han sido las palabras exactas de la niña, Beamish?

El comandante se detuvo. No tenía más remedio que decir la verdad.

—Ha dicho que su majestad es egoísta, vanidoso y cruel —respondió y salió de la habitación sin atreverse a mirar de nuevo al rey.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora