Capítulo 53

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El misterioso monstruo

Daisy, Bert, Martha y Roderick tardaron varios días en reunir el valor suficiente para hacer algo más que no fuese comerse la comida congelada que el ickabog les llevaba del carromato y contemplarlo mientras se zampaba las setas que iba a buscar para él. Cada vez que salía de la cueva, tras oírlo mover aquella roca enorme y tapar la entrada para impedir que se escaparan, se ponían a comentar sus extrañas costumbres, pero siempre en voz baja, por si la bestia estaba al acecho detrás de la roca que servía de puerta y los oía.

Una de las discusiones era si el ickabog era macho o hembra. Daisy, Bert y Roderick creían que debía de ser macho por su voz grave y resonante, pero Martha, que había cuidado ovejas antes de que su familia muriera de hambre, creía que era hembra.

—Se le está jinchando la tripa —observó—: creo que va a tener bebés.

Otra cuestión, por supuesto, era cuándo se los comería, y si podrían defenderse cuando lo intentara.

—Creo que todavía nos queda algo de tiempo —opinó Bert mirando a Daisy y a Martha, que aún estaban muy flacas después de tanto tiempo en el orfanato—: vosotras dos ibais a ser un plato muy escaso.

—Si yo lo agarro por detrás del cuello —intervino Roderick simulando la acción con los brazos— y Bert le pega bien fuerte en el estómago...

—No vamos a poder vencer a un ickabog —repuso Daisy—: ¿no ves que puede mover una roca tan grande como él mismo? Nosotros no somos tan fuertes.

—Si tuviésemos un arma... —volvió a decir Bert, se levantó y le dio una patada a una piedra.

—¿No os extraña que lo único que le hemos visto comer sean setas? —comentó Daisy—. ¿No tenéis la impresión de que finge ser más feroz de lo que realmente es?

—Yanta ovejas —dijo Martha—, si no, ¿de dónde iba a salir toda esta lana?

—A lo mejor sólo recoge la lana que se les engancha a las ovejas en las zarzas —sugirió Daisy y cogió un pellizco de aquella pelusa blanca y suave—. Yo sigo sin entender por qué no hay ni un solo hueso aquí dentro, si el monstruo acostumbra a comer animales.

—¿Y qué me decís de la tonada que canta todas las noches? —preguntó Bert—. Me pone los pelos de punta: a mí me suena a canción de batalla.

—A mí también me da cague —coincidió Martha.

—Pero ¿qué significará? —se preguntó Daisy.
Al cabo de unos minutos, la roca gigantesca que tapaba la entrada volvió a desplazarse y el ickabog entró con sus dos cestos, uno lleno de setas y el otro hasta arriba de quesos de Kurdsburg congelados.

Como de costumbre, comieron sin hablar y, tras guardar los cestos y avivar el fuego, la bestia fue hasta la entrada, donde ya empezaba a verse la puesta de sol, y se preparó para entonar su extraña canción en aquel idioma incomprensible.

Entonces, Daisy se levantó.

—¿Qué haces? —le dijo Bert en voz baja mientras la agarraba por un tobillo—. ¡Siéntate!

—No —respondió ella, y se soltó—. Quiero que hablemos.

Así que, muy decidida, fue hasta la boca de la cueva y se sentó junto al ickabog.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora