Capítulo 14

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El plan de lord Spittleworth





Al disiparse por fin, la niebla reveló a un grupo de hombres muy diferentes de los que habían llegado al borde del pantanal una hora antes.

Más allá de la conmoción que les había causado la inesperada muerte del comandante Beamish, algunos soldados no acababan de entender las explicaciones que les habían dado. El rey, los dos lores y el recién ascendido comandante juraban haberse encontrado cara a cara con un monstruo que todos, a excepción de los más majaderos, consideraban un mero personaje de ficción. ¿Sería cierto que el cadáver de Beamish, envuelto en aquellas capas bien ceñidas, mostraba las marcas de los dientes y las garras del ickabog?

—¿Me estás llamando mentiroso? —gruñó el comandante Roach a un centímetro de la cara de un joven soldado raso.

—¿Estás llamando mentiroso al rey? —bramó lord Flapoon un poco más allá.

El soldado no se atrevió a poner en duda las palabras del rey, así que se quedó callado y negó con la cabeza. Tras él, el capitán Goodfellow, que tenía muy buena amistad con el comandante Beamish, tampoco dijo nada, pero sus ojos traslucían una rabia y una desconfianza tan profundas que Roach le mandó que se fuera a montar las tiendas en el terreno más firme que encontrase, y que se diera prisa porque aquella peligrosa niebla podía volver.

El rey Fred, por su parte, pese al colchón de paja y las mantas que unos cuantos soldados tuvieron que cederle para que estuviese cómodo, jamás había pasado tan mala noche: estaba cansado, mugriento y sobre todo asustado.

—¿Y si el ickabog anda tras nuestras huellas? —le susurró a Spittleworth en la oscuridad—. ¿Y si percibe nuestro olor? Ya ha paladeado la carne del pobre Beamish, ¿y si viene a buscar el resto del cadáver?

—No temáis, majestad. Roach ha puesto al capitán Goodfellow a montar guardia delante de vuestra tienda. Si esa bestia pretendiera comernos a todos, vos seríais el último.

Estaba demasiado oscuro para que Fred pudiera ver que Spittleworth sonreía. En realidad, no quería tranquilizarlo, sino avivar sus temores: su plan se basaba no sólo en que el rey creyera en la existencia del ickabog, sino en que temiera que éste podía salir del pantano en cualquier momento para perseguirlo.

A la mañana siguiente, el destacamento partió de regreso a Jeroboam y lord Spittleworth le ordenó a un mensajero que se adelantase para comunicarle al alcalde que se había producido un lamentable accidente en el pantanal y que, por tanto, el rey no deseaba otra bienvenida con trompetas y corchos. Así pues, cuando llegó la comitiva real la ciudad estaba en silencio. A los vecinos que curioseaban con la cara pegada a la ventana o se asomaban tras las puertas entornadas les impresionó ver al rey tan sucio y abatido, pero aún más descubrir un cadáver envuelto en un par de capas y atado a la silla del caballo gris acero del comandante Beamish.

Al llegar a la posada, Spittleworth se llevó al dueño a un rincón.

—Necesitamos un lugar cerrado y fresco, quizá una bodega, donde guardar un cadáver durante la noche. Y la llave deberá quedar bajo mi custodia.

—Pero ¿qué ha pasado, milord? —preguntó el posadero al tiempo que Roach bajaba los escalones de piedra que conducían a la bodega con el cuerpo de Beamish al hombro.

—Te diré la verdad, buen hombre, puesto que nos has atendido tan bien, pero no puedo entrar en detalles —dijo Spittleworth bajando la voz y poniéndose muy serio—: el ickabog existe y ha matado salvajemente a uno de nuestros hombres. Estoy seguro de que entenderás por qué debemos mantenerlo en secreto: si la noticia se difundiera, se desataría el pánico. El rey regresará a toda prisa al palacio, donde él y sus consejeros, incluido yo, por supuesto, nos pondremos a trabajar de inmediato y tomaremos una serie de medidas con objeto de garantizar la seguridad del país.

—¡¿Que el ickabog existe?! —exclamó el posadero sorprendido y atemorizado.

—Sí, y es cruel y vengativo —confirmó Spittleworth—. Pero, como ya te he dicho, esto debe quedar entre nosotros: no beneficiaría a nadie que se extendiera la alarma.

En realidad, que se extendiera la alarma era justamente lo que buscaba: era esencial para la siguiente fase de su plan. Tal como había imaginado, el posadero apenas esperó a que sus huéspedes se acostaran y corrió a contárselo a su mujer, quien a su vez se apresuró a decírselo a los vecinos... El caso es que, cuando el rey y su comitiva partieron hacia Kurdsburg a la mañana siguiente, dejaron atrás una ciudad donde el pánico fermentaba tan afanosamente como el vino.

Spittleworth también envió a un mensajero a Kurdsburg para advertir al alcalde de que no debía organizarle un gran recibimiento al rey y, en consecuencia, la comitiva real se encontró de nuevo con una ciudad silenciosa y oscura. La diferencia era que muchas de las caras pegadas a las ventanas ya reflejaban el miedo: un comerciante de Jeroboam con un caballo particularmente veloz se había adelantado al destacamento, y aun al mensajero de Spittleworth, y había llevado a Kurdsburg las novedades sobre el ickabog.

Una vez más, lord Spittleworth pidió que le dejaran una bodega para guardar el cadáver del comandante Beamish, y una vez más le reveló al posadero que el ickabog había matado a un soldado. Luego, tras dejar el cadáver de Beamish bajo llave, fue a acostarse.

Estaba aplicándose ungüento en las ampollas del huesudo trasero cuando recibió aviso urgente de presentarse ante el rey. Con una risita de suficiencia, se subió los bombachos y, cogiendo una vela, le guiñó un ojo a Flapoon, que estaba paladeando un bocadillo de queso y pepinillos, y recorrió el pasillo hasta la habitación del monarca.

Éste estaba acurrucado en la cama con la manta hasta las narices y el gorro de dormir de seda puesto y, en cuanto el lord entró y cerró la puerta, le dijo:

—Spittleworth, circulan rumores sobre el ickabog por todas partes: he oído chismorrear a los mozos de cuadra y también a unas criadas que han pasado por delante de mi puerta. ¿Cómo es posible que se hayan enterado de lo sucedido?

—¡Ay, majestad! —dijo el astuto Spittleworth lanzando un gran suspiro—, esperaba poder ocultaros la verdad hasta que hubiésemos regresado sanos y salvos a palacio, pero debería haber tenido en cuenta que su majestad es demasiado perspicaz para dejarse engañar: tal como vos temíais, desde que nos marchamos del pantanal el ickabog se ha vuelto mucho más agresivo.

—¡Oh, no!

—Me temo que sí, majestad. Y es lógico que sea así, después de que lo hayamos atacado.

—Pero ¡¿quién lo atacó?! —preguntó angustiado Fred.

—¡Pues vos! Roach me ha asegurado que, mientras perseguía al monstruo, vio claramente que tenía la espada de su majestad clavada en el lomo...

—...

—Perdón, majestad, ¿habéis dicho algo?

El rey, en efecto, había emitido una especie de gruñido, pero al cabo de un par de segundos negó con la cabeza.

Se había planteado corregir a Spittleworth, pero la horrible experiencia que había vivido en el pantanal sonaba mucho mejor tal como acababa de escucharla: en vez de limitarse a soltar la espada y salir huyendo, le había plantado cara al gigantesco ickabog y luchado contra él.

—Pero... es terrible, Spittleworth —susurró—. ¿Qué va a ser de nosotros si el monstruo efectivamente se ha vuelto más feroz?

—No temáis, majestad —respondió lord Spittleworth y se acercó a la cama del rey. La luz de la vela iluminaba desde abajo su larga nariz y su sonrisa aviesa—. Estoy decidido a dedicar mi vida a protegeros a vos y al reino de ese monstruo.

—Gra-gracias, Spittleworth. Eres un amigo fiel —repuso el rey profundamente conmovido, sacó con dificultad una mano de debajo del edredón y estrechó la del astuto lord.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora