La Visita de Lord SpittleworthMa Grunter era una de las pocas cornucopianas que no había parado de enriquecerse en los últimos años: había llenado su casucha de niños y bebés hasta que no cabía uno más, y entonces les había exigido a los dos lores que gobernaban el reino más oro para ampliar el desvencijado edificio. Llegado un punto, el orfanato era un negocio decididamente próspero y Ma Grunter podía permitirse comer a base de exquisiteces reservadas para los más adinerados y beber los mejores vinos de Jeroboam. Siento decir que, por desgracia, cuando se emborrachaba era terriblemente cruel: los niños del orfanato tenían numerosas heridas y magulladuras producto del mal genio que le despertaba la bebida.
Otros no conseguían sobrevivir al maltrato o a la dieta de sopa de col. Aunque no dejaban de entrar críos por la puerta delantera, muchos salían por la de atrás camino del cementerio.
Pero a Ma Grunter eso no le importaba: para ella, todos los Johns y las Janes eran iguales, todos tenían la misma cara pálida y chupada y su único valor era el oro que ella recibía por acogerlos.
El caso es que, cuando lord Spittleworth ya llevaba siete años gobernando Cornucopia, Ma Grunter volvió a pedirle más oro para su negocio y él decidió ir a inspeccionarlo antes de aumentarle la subvención. La anciana se puso su mejor vestido negro para recibir al consejero mayor y se esmeró mucho para que no pudiese detectar el olor a vino de su aliento.
—Pobres criaturitas, ¿verdad? —comentó mientras Spittleworth contemplaba a aquellos niños flacos y pálidos sin quitarse ni un momento el pañuelo perfumado de la nariz, y se agachó para coger en brazos a un diminuto pantanero con el vientre hinchado por la desnutrición—. Ya ve cuánta ayuda necesitamos, milord.
—Sí, sí, es evidente —dijo Spittleworth esforzándose por respirar a través del pañuelo. No le gustaban los niños, y todavía menos cuando estaban tan sucios como aquéllos, pero sabía que muchos cornucopianos sentían justamente lo contrario que él, de modo que no le convenía dejar que muriesen demasiados—. Está bien, señora, queda aprobado el aumento de la subvención —declaró.
Pero al darse la vuelta para marcharse se fijó en una niña pálida que estaba de pie junto a la puerta: vestía un peto remendado con alargos en las perneras y cargaba un bebé en cada brazo. Por un momento, tuvo la extraña sensación de que le recordaba a alguien. En todo caso, había algo en ella que la distinguía de los otros huérfanos; para empezar, no parecía en absoluto impresionada por su ondulante túnica de consejero mayor, ni por las tintineantes medallas que se había concedido él mismo en su condición de coronel de la Brigada de Defensa contra el Ickabog.
—¿Cómo te llamas, niña? —le preguntó deteniéndose y se quitó el pañuelo de la cara.
—Jane, milord: aquí todas nos llamamos así —contestó Daisy escudriñando a Spittleworth con mirada seria y fría. Se acordaba de haberlo visto en el patio del palacio donde jugaba con sus amiguitos, y también recordaba que todos se quedaban callados cuando él y el otro lord atravesaban el patio con el ceño fruncido.
—¿Por qué no me haces una reverencia? Soy el consejero mayor del rey.
—Porque un consejero mayor no es lo mismo que un rey —repuso ella.
—¿Qué le ha dicho? —gruñó Ma Grunter, y se acercó renqueando para comprobar que Daisy no estuviese causando problemas. De todos los niños del orfanato, a esa Jane era a la que Ma Grunter le tenía más tirria: nunca había llegado a dominarla, pese a que lo había intentado por todos los medios—. ¿Qué has dicho, Jane la Fea? —le preguntó. No tenía ni pizca de fea, pero llamarla así era una de las tácticas de Ma Grunter para intentar doblegarla.
—Me está explicando por qué no me saluda con una reverencia —dijo Spittleworth sin dejar de mirar fijamente los oscuros ojos de Daisy, y preguntándose dónde podía haberlos visto antes.
Lo cierto es que había sido en la cara del carpintero al que visitaba con regularidad en las mazmorras pero, dado que el señor Dovetail estaba ya muy trastornado y llevaba el pelo y la barba muy largos, mientras que aquella niña parecía inteligente y serena, Spittleworth no los relacionó.
—Jane la Fea siempre ha sido muy impertinente —comentó Ma Grunter y tomó nota de que tendría que castigarla en cuanto lord Spittleworth se hubiese marchado—. Un día de éstos la voy a poner en la calle, milord, a ver si prefiere mendigar a vivir bajo mi techo y comerse lo que le doy.
—¡Ay, cuánto echaría de menos la sopa de col! —repuso Daisy impertérrita—. ¿Sabía usted que eso es lo que comemos aquí, milord? Sólo sopa de col, tres veces al día.
—Estoy seguro de que es muy nutritiva —respondió lord Spittleworth.
—Aunque en ocasiones especiales —continuó Daisy— nos dan pastel de orfanato. ¿Sabe qué es eso, milord?
—No —contestó Spittleworth casi contra su voluntad; aquella niña tenía algo... pero ¿qué?
—Están hechos con ingredientes pasados —repuso Daisy taladrándolo con la mirada—: huevos podridos, harina con moho, restos de cosas que llevan demasiado tiempo en el armario... La gente no tiene otros alimentos que compartir con nosotros, así que recogen todos los que ya no van a comerse y los dejan en la entrada. A veces, el pastel de orfanato hace enfermar a algunos niños, pero se lo comen de todas formas porque están muertos de hambre.
Spittleworth no prestaba atención a las palabras de aquella niña, sino a su acento porque, aunque ya llevaba mucho tiempo en Jeroboam, Daisy todavía conservaba rasgos del habla de Chouxville.
—¿De dónde eres, muchachita? —le preguntó.
Los otros chiquillos se habían quedado mudos y observaban con los ojos muy abiertos la conversación de Daisy con el lord. Puede que Ma Grunter odiara a Daisy, pero ella era la preferida de los más pequeños porque los protegía de la anciana y de John Porrazos, y nunca les robaba los mendrugos, como hacían algunos abusones. A veces incluso robaba pan y queso para ellos de la despensa privada de Ma Grunter, aunque eso era muy arriesgado y en más de una ocasión se había llevado una paliza de John Porrazos.
—Nací en Cornucopia, milord —respondió Daisy—. Quizá haya oído hablar de ella: era un país que existía antes, donde nadie era pobre ni pasaba hambre.
—¡Basta! —le espetó lord Spittleworth y, volviéndose hacia Ma Grunter, añadió—: Estoy de acuerdo con usted, señora: esta cría es una desagradecida. Quizá habría que echarla y dejar que se espabilara ella sola.
Y dicho esto, salió precipitadamente del orfanato dando un portazo. En cuanto se hubo marchado Spittleworth, Ma Grunter intentó pegarle a Daisy con el bastón, pero ella, que estaba muy bien entrenada, consiguió esquivar el golpe. La anciana se alejó arrastrando los pies, blandiendo el bastón y causando que los más pequeños echaran a correr en todas direcciones. Entró en su cómodo saloncito y cerró de un portazo; la oyeron descorchar una botella.
Esa noche, cuando ya estaban acostadas, de pronto Martha le dijo a Daisy:
—¿Sabes qué, Daisy? Eso que le has dicho al consejero mayor no es verdad.
—¿Qué cosa, Martha? —preguntó Daisy en voz baja.
—No es verdad que, antes, tos fueran felices y jalaranbien: mi familia siempre pasó fambre en Los Pantanos.
—Lo siento —se disculpó Daisy—, se me había olvidado.
—Claro —dijo Martha adormilada—, si el ickabog nos furtaba las ovejas...
Daisy se acurrucó un poco más bajo su delgada manta para combatir el frío. En todo el tiempo que llevaban juntas, había intentado muchas veces convencer a Martha de que el ickabog no existía; sin embargo, esa noche pensó que a ella también le gustaría creer que en el pantanal vivía un monstruo, en vez de reconocer la maldad puramente humana que había visto en los ojos de lord Spittleworth.
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El Ickabog
Fiksi UmumVersión en español del cuento de la escritora inglesa J.K Rowling.