Capítulo 61

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Flapoon Dispara Otra Vez


Cuando los dos lores llegaron al patio del palacio, encontraron a la Brigada de Defensa contra el Ickabog con las armas en ristre y montada en sus cabalgaduras, tal como había ordenado lord Spittleworth. Sin embargo, el comandante Prodd (el hombre que unos años atrás había secuestrado a Daisy y que había sido ascendido tras el asesinato del comandante Roach) parecía nervioso.

—Milord —le dijo a Spittleworth, quien se apresuraba a montar en su caballo—, algo sucede dentro del palacio: hemos oído un griterío...

—¡Ahora eso no importa! —le espetó el lord.
Pero de pronto se oyeron cristales rotos y los soldados miraron hacia arriba.

—¡Hay gente en la alcoba del rey! —exclamó Prodd—. ¿No deberíamos ir a socorrerlo?

—¡Olvídese del rey! —le ordenó Spittleworth.
Entonces, el capitán Goodfellow apareció en la ventana de los aposentos reales, miró hacia abajo y gritó:

—¡No escapará, lord Spittleworth!

—¿Ah, no? —se burló éste; espoleó a su penco amarillo, lo puso al galope y desapareció por la verja del palacio. El comandante Prodd le temía demasiado para no seguirlo, así que salió tras él con el resto de la brigada. Flapoon procuró hacer lo mismo, aunque había tardado muchísimo en montar e iba botando sobre la silla, tratando de calzarse los estribos y sujetándose a la crin del enorme caballo castaño para no ir a dar al suelo.
Habrá quien, en una situación así, con los prisioneros fugados apoderándose del palacio y un supuesto ickabog desfilando por el país y atrayendo a multitudes, se consideraría vencido, pero ése no era el caso de lord Spittleworth: él aún disponía de un batallón de soldados bien instruidos y bien armados que cabalgaba tras él, tenía montañas de oro escondidas en su mansión y un cerebro tremendamente astuto. De hecho, ya había trazado un plan: lo primero que haría sería matar a quien fuera que hubiese construido aquel ickabog falso, y meterle miedo al pueblo para garantizar su obediencia; luego enviaría al comandante Prodd y a sus soldados de vuelta a palacio con la orden de acabar con todos los prisioneros en fuga. Evidentemente, cabía la posibilidad de que para entonces éstos ya hubiesen asesinado al rey, pero lo cierto es que sería más fácil gobernar el país sin ese estorbo. Mientras cabalgaba pensó, resentido, que si no se hubiese esforzado tanto en mentirle al monarca quizá no hubiese cometido algunos errores, como permitir que aquella maldita repostera dispusiese de cuchillos y sartenes en su celda. También lamentaba no haber contratado a más espías porque así se hubiese enterado de que alguien estaba fabricando un ickabog de pega que, por lo visto, era mucho más convincente que el suyo.

La Brigada de Defensa contra el Ickabog recorrió las calles adoquinadas de Chouxville, inusitadamente vacías, y llegó a la vía que llevaba a Kurdsburg. Entonces, Spittleworth comprendió a qué se debía que la ciudad estuviese casi desierta: al oír el rumor de que un ickabog de verdad se dirigía allí acompañado de una gran muchedumbre, los habitantes de la capital habían salido corriendo de sus casas y se habían echado al camino para ver cuanto antes al monstruo con sus propios ojos.

Enfurecido porque la gente, más que asustada, parecía llena de entusiasmo, el lord se puso a gritar:

—¡Apartaos! ¡apartaos!

Espoleó su caballo hasta que le sangraron las ijadas y continuó al galope. Lord Flapoon, que estaba poniéndose verde porque no había tenido tiempo de digerir el desayuno, hizo lo imposible por seguirlo, al igual que los soldados de la brigada.

Después de unos momentos, al fin divisaron a la gran multitud que avanzaba hacia la ciudad. Spittleworth tiró de las riendas de su pobre penco, que se paró en seco. Rodeada de miles de cornucopianos que reían y cantaban, y detrás de dos jóvenes que sostenían en alto sendos letreros de madera, había una criatura gigantesca, tan alta como un caballo montado encima de otro, con los ojos como dos faroles y cubierta de un pelo marrón verdoso que recordaba a los hierbajos del pantanal. Sobre sus hombros viajaba una chica. De vez en cuando, el monstruo se agachaba ¡y repartía flores!

—Es un truco —masculló Spittleworth; estaba tan asustado y tan impresionado que no sabía ni qué decir—. ¡Tiene que ser un truco! —dijo, esta vez más sonoramente, y estiró el delgado cuello para intentar averiguar cómo estaba hecho—. Es obvio que se trata de un monigote confeccionado con hierbas del pantanal, y dentro hay hombres subidos encima de otros. ¡Soldados, apunten!

Pero los soldados dudaron en obedecer: en todo el tiempo que llevaban protegiendo a los cornucopianos del ickabog (o al menos eso les habían hecho creer), nunca habían visto ninguno; en realidad, estaban casi seguros de que no lo verían jamás, y sin embargo no se sentían para nada convencidos de que eso que tenían delante fuese un truco. Todo lo contrario: aquel monstruo parecía completamente real... y en absoluto feroz: les acariciaba la cabeza a los perros, les repartía flores a los niños y dejaba que las niñas se le montaran en los hombros. Además, miles de personas marchaban con él, y parecían encantadas: ¿qué haría toda esa gente si lo atacaban?

Entonces, uno de los más jóvenes tomó una decisión.

—Eso no es un truco —dijo—. ¡Yo me largo!

Y, antes de que alguien pudiese impedírselo, se alejó al galope.

Flapoon, que por fin había conseguido calzarse los estribos, se colocó al lado de Spittleworth.

—¿Qué hacemos? —le preguntó mientras contemplaba a la bestia y a aquella muchedumbre jubilosa que cada vez se acercaba más.

—Estoy pensando —gruñó el otro—. ¡Déjame pensar!

Pero los engranajes de su incesante cerebro parecían haberse atascado por fin. Las caras de regocijo de la gente lo habían dejado estupefacto: consideraba que la risa era un lujo, como los dulces de Chouxville o las sábanas de seda, y ver a aquella masa de andrajosos felices y celebrando lo había asustado más que si hubiesen ido armados con pistolas.

—Voy a dispararle —declaró Flapoon, empuñó su trabuco y apuntó al monstruo.

—¡No! —gritó Spittleworth—. ¿Qué pretendes? ¿No ves que son muchos más que nosotros?
Pero, justo entonces, el ickabog soltó un grito espeluznante y ensordecedor, y la gente que lo rodeaba se apartó sobrecogida de pánico.

Muchos soltaron las flores que llevaban en las manos, otros echaron a correr.

El ickabog volvió a gritar y se arrodilló. Daisy estuvo a punto de caerse de sus hombros, pese a que se agarró con fuerza.

Y entonces apareció una hendidura grande y oscura en su hinchado y enorme vientre.

—¡Tenías razón, Spittleworth! —exclamó Flapoon y volvió a levantar su trabuco—. ¡Hay hombres escondidos dentro!

Y, mientras la multitud gritaba y retrocedía, lord Flapoon apuntó a la barriga del monstruo y disparó.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora