Capítulo 26

23 1 0
                                    




Un encargo para el señor Dovetail





A la mañana siguiente, después de que Daisy se hubiera marchado a la escuela, el señor Dovetail estaba trabajando en su taller cuando Roach llamó a la puerta. Dovetail sabía que él era quien vivía en su antigua casa y que había sustituido a Beamish como comandante de la Guardia Real; lo invitó a entrar, pero Roach rechazó la invitación.

—Hay un encargo urgente para usted en el palacio, Dovetail —le dijo—: a la carroza del rey se le ha roto un eje y la necesita para mañana.

—¿Se le ha roto? —repuso extrañado el señor Dovetail—. ¡Pero si la reparé el mes pasado!

—Un caballo le ha dado una coz —replicó el comandante Roach—. ¿Quiere venir conmigo de una vez?

—Por supuesto —respondió el señor Dovetail; desde luego, no podía rechazar un encargo del rey. Cerró el taller y siguió a Roach por las soleadas calles de la Ciudad-dentro-de-la-ciudad. Fueron charlando de esto y de lo otro hasta que llegaron a la zona de los establos reales donde se guardaban los carruajes. Junto a la entrada había media docena de soldados ociosos que alzaron la cabeza en cuanto los oyeron acercarse. Uno tenía un saco de harina vacío en las manos; otro, una cuerda.

—Buenos días —los saludó el señor Dovetail.

Iba a pasar a su lado, pero de pronto, pillándolo totalmente desprevenido, el del saco de harina le tapó la cabeza mientras otros dos lo agarraban por los brazos; finalmente, el que tenía la cuerda la usó para atarle las muñecas detrás de la espalda. El señor Dovetail era un hombre fuerte, de modo que protestó y forcejeó, pero Roach le murmuró al oído:

—Si hace bulla, su hija pagará por ello.

Dovetail cerró la boca y dejó que los soldados se lo llevaran. No podía ver adónde iban, pero no tardó en sospecharlo porque lo hicieron bajar tres tramos de escalera; el último, con escalones de piedra resbaladiza. Hacía frío. «Deben de ser las mazmorras», pensó, pero cuando oyó girar una llave y el ruido de las rejas correderas de las celdas ya no le quedó ninguna duda.

Lo arrojaron al suelo de tierra, pero no veía nada.

Entonces, un soldado le quitó la capucha y él se encontró contemplando unas botas muy bien lustradas. Alzó la cabeza: lord Spittleworth estaba plantado delante de él, sonriente.

—Buenos días, Dovetail —dijo—. Tengo un encargo para usted. Si lo hace bien, podrá regresar enseguida a su casa con su hija. Ahora bien, si pretende rechazarlo o no se esmera lo suficiente, no volverá a ver a la niña. ¿Entiende por dónde voy?

Había seis soldados a lo largo de la pared de la celda, además del comandante Roach, y empuñaban espadas y antorchas.

—Sí, milord —murmuró el señor Dovetail—, lo entiendo.

—Excelente —repuso Spittleworth. Se apartó y reveló un pedazo de tronco tan alto como un poni. A su lado había una mesita con un juego de herramientas de carpintería.

»Quiero que talle un pie gigantesco, Dovetail, un pie monstruoso con garras afiladísimas. Y ponga un asa bien grande en la parte superior, para que un hombre a caballo pueda apretarlo contra el suelo blando y dejar huellas. ¿Me entiende?

Se miraron fijamente. Estaba muy claro: le estaba ordenando que falsificara la prueba de la existencia del ickabog. Sintió miedo: no tenía lógica que Spittleworth lo dejara marchar después de fabricar el falso pie de ickabog, sabiendo que podía contárselo a alguien.

—Milord —repuso en voz baja—, ¿me jura que si hago esto mi hija no sufrirá ningún daño y podré regresar a casa con ella?

—Por supuesto, Dovetail —repuso Spittleworth en tono jovial y se dirigió hacia la puerta de la celda—. Cuanto antes acabe el encargo, antes verá de nuevo a su hija.

»Eso sí: todas las noches vendremos a recoger estas herramientas y por la mañana se las devolveremos. No podemos dejar en manos de un prisionero utensilios con los que podría lastimarse, ¿verdad? Buena suerte, Dovetail, ¡estoy impaciente por ver esa garra!

Entonces, Roach cortó la cuerda con que le habían atado las muñecas a Dovetail. Un soldado colocó su antorcha en un soporte que había en la pared y, tras dejar pasar a Spittleworth, Roach y los otros, salió de la celda. La puerta de hierro se cerró con estrépito, la llave giró en la cerradura y el señor Dovetail se quedó solo con aquel enorme trozo de madera, sus serruchos y sus gubias.

El IckabogDonde viven las historias. Descúbrelo ahora