Capítulo 5

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Daisy Dovetail


Después de la terrible muerte de la señora Dovetail, los sirvientes del rey pasaron unos meses divididos en dos grupos: los que opinaban en susurros que la culpa de aquella desgracia la tenía el rey Fred y los que preferían creer que había habido algún error y que su majestad no podía saber lo enferma que estaba la señora Dovetail antes de ordenar que fuera ella la que terminara el traje.

La señora Beamish, la repostera personal del rey, pertenecía al segundo grupo. El rey Fred siempre se había portado bien con ella; en alguna ocasión incluso la había hecho subir al comedor para felicitarla por una hornada particularmente buena de Delicias del Duque o Fantasías Caprichosas. Por eso estaba convencida de que era un hombre bueno, generoso y considerado.

—Créeme, alguien se olvidó de informarlo—le dijo a su marido, el comandante Beamish—: el rey jamás obligaría a trabajar a una sirvienta enferma. Estoy convencida de que debe de sentirse muy mal por lo que sucedió.

—Sí, seguro que sí.

Al igual que su esposa, el comandante Beamish prefería pensar bien del rey porque su padre y su abuelo, antes que él, ya habían servido lealmente en la Guardia Real. Así pues, pese a que había reparado en que el rey Fred parecía muy contento tras fallecer la señora Dovetail y salía de caza con la misma regularidad de siempre, y a que sabía que los Dovetail habían tenido que abandonar su casa para instalarse en otra junto al cementerio, intentó convencerse de que el rey lamentaba lo ocurrido a su modista y no había tenido nada que ver en la decisión de trasladar al viudo y a su hijita a aquella otra triste cabaña.

Como los altos tejos que bordeaban el cementerio le tapaban el sol, la nueva vivienda de los Dovetail era francamente lúgubre. Sin embargo, un hueco entre las ramas oscuras le permitía a Daisy ver claramente la tumba de su madre por la ventana de su dormitorio. Como ya no vivía al lado de la casa de Bert, se veían menos, aunque él iba a visitarla siempre que podía. En el nuevo jardín tenían mucho menos espacio para jugar, pero procuraban adaptar sus juegos y apañarse con lo que había.

Lo que el señor Dovetail pensaba de su casa nueva y del rey no lo sabía nadie. Nunca hablaba de eso con los otros sirvientes: se limitaba a hacer su trabajo en silencio y a ganarse el dinero que necesitaba para mantener a su hija Daisy y educarla lo mejor que podía sin ayuda de su madre.

A Daisy, por su parte, le encantaba ayudar a su padre en el taller de carpintería e ir vestida con un peto. Era una de esas personas a las que no les importa ensuciarse, la ropa le interesaba poco. Aun así, los días posteriores al funeral se puso un vestido diferente cada día para llevar un ramillete fresco a la tumba de su madre. Mientras vivió, la señora Dovetail siempre había intentado que su hija pareciera «una damita», como a ella le gustaba decir, y le había cosido muchos vestidos preciosos, a veces con los retazos de tela que el amable rey Fred le permitía quedarse cuando terminaba de confeccionarle sus espectaculares trajes.

Y pasó una semana, y luego un mes, y luego un año, hasta que a Daisy se le quedaron pequeños los vestidos que le había hecho su madre, pero ella siguió guardándolos cuidadosamente en su armario. La gente ya no se acordaba de lo sucedido, o se habían acostumbrado a que su madre se hubiese ido para siempre. También ella hacía como si se hubiera acostumbrado. Aparentemente, su vida recuperó una especie de normalidad: ayudaba a su padre en el taller de carpintería, hacía los deberes escolares y jugaba con su mejor amigo, Bert, con quien nunca hablaba ni de su madre ni del rey. Todas las noches, sin embargo, contemplaba desde su cama la lápida blanca, a lo lejos, brillante bajo la luz de la luna, hasta quedarse dormida.

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