El Último Plan de Lord SpittleworthCuando Daisy entró en el patio del palacio encabezando la marcha se sorprendió de lo poco que había cambiado aquel sitio: las fuentes seguían borbollando y los pavos reales pavoneándose, y la única diferencia que se apreciaba en la fachada del edificio era que en el segundo piso había una ventana rota.
Entonces, la puerta dorada de doble hoja se abrió de par en par y dos personajes harapientos salieron a recibirlos: un hombre encanecido que empuñaba un hacha y una mujer que blandía una sartén enorme.
En cuanto observó atentamente al hombre de pelo blanco, Daisy sintió que se le doblaban las rodillas; el ickaboggle bueno tuvo que sujetarla para que no se cayera. El señor Dovetail avanzó tambaleándose y creo que ni siquiera vio que había un ickabog vivito y coleando al lado de aquella hija de la que lo había separado hacía tanto tiempo. Se abrazaron llorando y, por encima del hombro de su padre, Daisy reconoció a la señora Beamish, que miraba a un lado y a otro buscando desesperadamente a su hijo.
—¡Bert está vivo! —le gritó—. Tenía que hacer algo ¡pero volverá enseguida!
Salieron más prisioneros del palacio y el patio se llenó de gritos de alegría, pues muchos seres queridos volvían a encontrarse: varios niños del orfanato corrieron a los brazos de sus padres, a los que creían muertos.
Al mismo tiempo sucedían otras cosas: los treinta hombres corpulentos que rodeaban al ickaboggle feroz se lo llevaron de allí; Daisy le preguntó al señor Dovetail si Martha podía ir a vivir con ellos; el capitán Goodfellow apareció en un balcón con el lloroso rey Fred, que todavía iba en camisa de dormir, y la multitud aplaudió entusiasmada cuando le oyó decir que, en su opinión, el país no necesitaba a ningún rey.
Sin embargo, hemos de abandonar ese feliz escenario y seguir al verdadero responsable de todo cuanto había sucedido en Cornucopia.
Lord Spittleworth estaba a muchas kilómetros de allí, galopando por un camino desierto en dirección a su finca, cuando, de pronto, su penco empezó a cojear. Intentó obligarlo a seguir, pero el pobre animal, que ya no soportaba más malos tratos, se encabritó y lo tiró al suelo. Cuando intentó azotarlo con la fusta, el caballo le lanzó una coz y se metió al trote en un bosque donde, me alegro de poder contároslo, poco después lo encontró un buen granjero que lo curó y se lo quedó.
Spittleworth tuvo que avanzar a pie por aquellos caminos rurales, sujetándose la túnica de consejero mayor para no tropezar con ella y volviendo la cabeza cada dos por tres por temor a que lo viniesen siguiendo. Sabía perfectamente que no podría continuar viviendo en Cornucopia, pero todavía tenía aquella montaña de oro escondida en la bodega de su mansión, y su plan era cargar en un carruaje todo el que pudiera y cruzar la frontera de Pluritania sin ser visto.Para cuando llegó a la finca había anochecido y le dolían horriblemente los pies. Entró renqueando y llamó a gritos a su mayordomo, Scrumble, quien tiempo atrás se había hecho pasar por la madre de Nobby Bottons y por el profesor Menthidor.
—¡Estoy aquí abajo, milord! —gritó una voz desde el sótano.
—¿Por qué no has encendido las lámparas? —bramó Spittleworth mientras bajaba a tientas por la escalera.
—¡Pensé que sería mejor que pareciera que no había nadie en la casa, señor! —respondió Scrumble.
—Ah —dijo lord Spittleworth cojeando y haciendo muecas de dolor—. Así que te has enterado, ¿eh?
—Sí, señor —repuso la voz—. Y asumí que milord querría marcharse cuanto antes.
—Pues tenías razón —confirmó Spittleworth y avanzó renqueando hacia una vela que veía a lo lejos.
Por fin, entró en la bodega donde llevaba años almacenando oro. El mayordomo, a quien sólo distinguía vagamente a la luz de la vela, volvía a llevar el disfraz del profesor Menthidor: la peluca blanca y las gafas de cristales tan gruesos que hacían que sus ojos parecieran dos guisantes diminutos.
—He pensado que sería mejor que viajásemos disfrazados, señor —dijo Scrumble mientras le mostraba el vestido negro y la peluca pelirroja de la viuda Bottons.
—Buena idea —replicó Spittleworth, y se apresuró a quitarse la túnica y ponerse el disfraz—. ¿Estás resfriado, Scrumble? Te noto la voz cambiada.
—Es el polvo que hay aquí abajo, señor —repuso el mayordomo y se apartó un poco de la vela—. ¿Y qué va a querer hacer con lady Eslanda, milord? Sigue encerrada en la biblioteca.
—Dejarla allí —dijo el lord tras pensarlo un momento—. Le estará bien empleado por no haberse casado conmigo cuando tuvo la oportunidad.
—Muy bien, milord. He cargado casi todo el oro en un carruaje y he enganchado dos caballos. ¿Me ayudaría a llevar este último baúl?
—Espero que no estuvieras pensando en marcharte sin mí, Scrumble —lanzó Spittleworth con recelo. De pronto se preguntó si, de haber llegado diez minutos más tarde, habría descubierto que Scrumble ya se había escapado.
—No, milord, nada de eso —le aseguró Scrumble—. Jamás se me ocurriría irme sin milord. Withers, el mozo de cuadra, nos llevará, señor: está preparado y nos espera en el patio.
—Excelente —repuso Spittleworth y juntos subieron el último baúl de oro por la escalera, cruzaron la casa vacía y salieron al patio trasero, donde un carruaje esperaba en la oscuridad. Hasta los caballos llevaban sacos de oro atravesados en la grupa, y en el techo del vehículo había varios baúles atados.
»¿Qué es ese ruido tan raro? —preguntó Spittleworth cuando Scrumble y él se disponían a cargar el último baúl.
—Yo no oigo nada, milord —respondió el mayordomo.
—Es una especie de gruñido...
Entonces lo asaltó un recuerdo: estaba plantado en medio de la fría y blanca niebla del pantanal, años atrás, y oía los gemidos del perro que intentaba soltarse de las zarzas donde se había enredado. Lo que oía ahora era un ruido parecido, como si algún animal estuviese atrapado y no pudiese liberarse, y Spittleworth se puso nervioso porque, como recordaréis, a continuación Flapoon había disparado con su trabuco y los dos lores habían iniciado su ascenso a la riqueza y el país su descenso a la ruina.
—No me gusta nada ese ruido, Scrumble.
—Me lo imagino, milord.Mientras la luna salía de detrás de una nube, lord Spittleworth se volvió hacia su mayordomo, cuya voz sonaba ya completamente distinta, y se encontró con el cañón de una de sus pistolas a un palmo de su cara. Menthidor se había quitado la peluca y las gafas revelando que no era el mayordomo, sino Bert Beamish, tan parecido a su padre bajo la luz de la luna que Spittleworth pensó por un segundo que el comandante Beamish había regresado de entre los muertos para castigarlo.
El lord miró alrededor, desesperado, y a través de la puerta abierta del carruaje distinguió al Scrumble auténtico, amordazado y atado en el suelo (era él quien lanzaba aquellos extraños gemidos), y a lady Eslanda sentada, sonriente y empuñando otra pistola. Spittleworth abrió la boca para preguntarle a Withers, el mozo de cuadra, por qué no hacía nada, pero se dio cuenta de que ése tampoco era Wihters, sino Roderick Roach. (El verdadero mozo de cuadra, en cuanto había visto venir a los dos chicos al galope por el camino de la mansión, había intuido que allí habría problemas y, tras ensillar el mejor caballo de las cuadras de lord Spittleworth, había puesto pies en polvorosa.)
—¿Cómo es posible que hayáis llegado tan deprisa? —atinó a preguntar Spittleworth.
—Un granjero nos ha prestado unos caballos —contestó Bert.
La verdad es que Bert y Roderick montaban mucho mejor que Spittleworth, y por eso sus caballos no se habían lastimado. Habían conseguido adelantarlo y llegar con tiempo de sobra para liberar a lady Eslanda, buscar el oro, atar a Scrumble y obligarlo a contarles la historia de cómo Spittleworth había engañado a todo el reino, incluidas sus imitaciones del profesor Menthidor y la viuda Bottons.
—No os precipitéis, chicos —dijo Spittleworth con voz débil—. Aquí hay muchísimo oro: ¡nos lo repartiremos!
—Ese oro no es suyo, y por tanto no puede repartírselo con nadie —respondió Bert—. Vendrá con nosotros a Chouxville y se someterá a un juicio como es debido.
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El Ickabog
Ficción GeneralVersión en español del cuento de la escritora inglesa J.K Rowling.