Pelea en el patio
Detrás del palacio había un patio donde paseaban pavos reales, borbollaban fuentes y montaban guardia las estatuas de reyes y reinas anteriores. A los hijos de los sirvientes del palacio, mientras no tiraran de la cola a los pavos reales, no se metieran en las fuentes ni treparan a las estatuas, se les permitía jugar allí al salir de la escuela. Como a lady Eslanda le encantaban los niños, a veces iba a hacer guirnaldas de margaritas con ellos; el rey Fred, por su parte, se limitaba a salir al balcón y saludar con la mano, pero eso bastaba para que los pequeños chillaran de emoción mientras hacían reverencias como les habían enseñado sus padres.
En realidad, sólo se quedaban callados, dejaban de jugar a la rayuela e interrumpían sus peleas imaginarias con el ickabog cuando lord Spittleworth y lord Flapoon pasaban por el patio: al contrario que lady Eslanda, los dos lores simplemente no los soportaban y, en particular, opinaban que hacían demasiado ruido a una hora en que, después de la cacería y antes de la cena, les gustaba echar un sueñecito.
Un día, poco después de que Daisy y Bert cumplieran siete años, estaban jugando como de costumbre entre las fuentes y los pavos reales cuando la hija de la nueva primera modista, que llevaba un precioso vestido de brocado rosa, dijo:
—¡Espero que hoy salga a saludarnos el rey!
—Pues yo no —soltó Daisy. No pudo contenerse, aunque no era su intención que todos la oyeran.
Los otros niños ahogaron gritos de asombro y se volvieron hacia ella. Bajo aquellas miradas que la fulminaban, Daisy sintió frío y calor a un tiempo.
—No deberías haber dicho eso —le dijo Bert en voz baja. Como estaba justo al lado de su amiga, las miradas también lo fulminaban a él.
—No me importa —le respondió Daisy poniéndose cada vez más colorada. Ya que había empezado, decidió terminar—: Si el rey no la hubiese obligado a trabajar tanto, mi madre aún estaría viva.
Tuvo la sensación de que llevaba mucho tiempo queriendo decir aquello en voz alta.
El coro de niños volvió a ahogar un grito y la hija de una doncella dejó escapar un chillido de terror.
—El rey Fred es el mejor gobernante que jamás ha tenido Cornucopia —declaró Bert, que había oído a su madre pronunciar aquella frase en numerosas ocasiones.
—Eso no es verdad —dijo Daisy sin bajar la voz—. ¡Es egoísta, vanidoso y cruel!
—¡Daisy! —le susurró Bert, horrorizado—. ¡No seas...! ¡No seas tonta!
El problema fue la palabra «tonta». ¿«Tonta», cuando la hija de la nueva primera modista sonreía con suficiencia y se tapaba la boca para cuchichear con sus amigas mientras señalaba su peto? ¿«Tonta», cuando su padre se echaba a llorar todas las noches creyendo que ella no lo veía? ¿«Tonta», cuando su madre yacía bajo aquella fría lápida que ella contemplaba todas las noches a través de la ventana de su dormitorio hasta que la vencía el sueño?
Llevó una mano hacia atrás y le dio un bofetón a Bert en toda la cara.
Entonces, el mayor de los hermanos Roach, que se llamaba Roderick y últimamente dormía en lo que antes era el cuarto de Daisy, gritó: «¡No se lo permitas, bola de sebo!», y animó a los otros chicos a gritar: «¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea!»
Aterrado, Bert le dio un empujoncito a Daisy en el hombro sin demasiado entusiasmo; ella, sin embargo, consideró que lo único que podía hacer era abalanzarse sobre él. Se formó un torbellino de polvo y codos hasta que el padre de Bert, el comandante Beamish, que había salido disparado del palacio al ver lo que estaba ocurriendo, separó a los que peleaban.
—¡Qué comportamiento tan bochornoso! —murmuró lord Spittleworth al pasar al lado del comandante y los dos chicos que, sollozantes, continuaban forcejeando.
Pero, en cuanto él y Flapoon se alejaron de allí, una amplia sonrisa de satisfacción apareció en su cara. Era un hombre que sabía sacar provecho de cualquier ocasión, y pensó que tal vez hubiese dado con la forma de desterrar a los niños —o al menos a algunos— del patio del palacio.
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El Ickabog
General FictionVersión en español del cuento de la escritora inglesa J.K Rowling.