Diez minutos después, luego de una carrera con la una chica ensangrentada en los brazos, Thomas se encontró fuera de un viejo edificio -si es que podía llamarse así- que tenía el aspecto de estar callándose o pudriéndose bajo la grisácea fachada. No le cabía duda de por qué nadie había sido capaz de encontrarla. Dudaba que algo más que vagabundos y prostitutas vivieran ahí. O que alguien viviera ahí en lo absoluto.
-Segundo piso, puerta 4 – gruño ella, apretando con más urgencia su herida. Thomas siguió el recorrido, adentrándose en oscuridad y bañándose en olor a moho. Subió las rechinantes escaleras, cada paso un aviso de que estaban ahí. Rezó porque las maderas podridas no cedieran ante el peso de los dos a medida que se apresuraba por las escaleras.
De una patada, Thomas abrió la puerta del apartamento. Inspeccionó rápidamente antes de dirigirse al único lugar que parecía remotamente adecuado para depositarla. El sillón maltrecho se hundió bajo el peso de la chica. Su rostro pálido y sudoroso y sus manos firmes apretando la herida fue lo único que lo mantuvo moviéndose a su alrededor en busca de algo que lo ayudara. Solo habían unas pocas cosas, para su sorpresa. Una botella de licor, el sofá, libros y una maleta tirada en el suelo. Esta parecía ser su guarida. Habría hecho una broma por la falta de lujos si no se hubieran encontrado en tal situación, pensó.
Rápidamente hizo un recuento de lo que tendría que hacer para salvarla. Obligándose a enfocar su mente, a calmar sus pensamientos.
Desgarrando un costado de su propia camisa, se inclinó por el alcohol en el suelo, cerca de él. Buscó por una navaja, necesitaba una maldita navaja.
-Por favor dime que no has ocupado todas tus navajas – le suplicó. Sus ojos dorados, vivos en dolor agonizante le señalaron en dirección a sus piernas. Sus labios sellados, casi blancos por el esfuerzo de mantenerlos juntos. Ella estaba evitando gritar, adivinó Thomas.
Sin pedirle permiso alguno, levantó el vestido lo suficiente como para divisar la navaja escondida en su muslo. Se sacudió todos los pensamientos que le vinieron a la cabeza mientras se apoderaba de ella. Primero lo primero, se frenó. Inspirando, calmándose, aclarando la mente antes de poder cometer cualquier error fatal. Vaya que había tenido mucho de eso esta noche. Desgarró lo que quedaba del vestido de Scarlett a la altura de su herida -o lo que creía que era- ya que la sangre se había extendido en una mancha pesada, oscura e infinita en su vestido. A ella no pareció importarle. Sin avisar y en un gesto rápido, lanzo licor en la herida, ayudándolo a desinfectar y a ver mejor a lo que se enfrentaba. Entonces lo encontró. Un tajo de al menos unos centímetros se abría bajo sus costillas. Cerca, tan cerca. Unos centímetros más arriba y ella no se encontraría viva. La sangre siguió brotando.
-Escucha – Se acercó un poco más a ella, tomando su cara entre sus manos, despertándola de su mirada -ahora- un poco lejana - Necesito hijo y aguja – Con un dedo ensangrentado y tembloroso, ella indico la dirección. Encima de unas cajas. Después de los peores segundos de su vida, en donde las manos temblorosas no cooperaron en ningún segundo para poder enhebrar el hilo de mala muerte. Una vez ya en sus manos se dispuso a acercar la aguja a ella. No pudo evitar subir a ver su rostro antes de hacerlo. Su propio estomago revolviéndose ante la mirada de fervor en sus ojos dorados. Sus dientes apretados en una mueca de dolor y ojos tan grandes y desorbitados como no había visto. Le ofreció la botella -sabiendo que era lo único que podía hacer para aminorar su dolor- y ella parecido terminársela en lo que fueron segundos, luego asintió. Le dio permiso.
A pesar de haber sido un soldado, Thomas nunca había cocido una herida. Y mientras pinchaba la piel con la aguja se esforzó por convocar los recuerdos de su madre cociendo con experticia. Puntada tras puntada la sintió estremecerse bajo sus cuidados, aún así no escucho ni una queja verbal o algún quejido de dolor salir de sus labios. Thomas se sintió mal por ella, porque si sobrevivía llevaría una cicatriz horrible gracias a él. Casi la habían matado gracias a él. No sabía que pensar, ni como sentirse. No sabía si sentir admiración. No sabía si sentirse como un estúpido o preocupado porque alguien los haya podido seguir. Pero definitivamente se sintió agradecido de la mujer sangrante en el sofá. El espectro lo había salvado esta noche. Y maldita sea, se lo debería toda su vida.
Cuando sus manos dejaron por fin la aguja y el hilo ensangrentados Thomas pudo observar los surcos irregulares que había quedado. Tendría que bastar. Tiene que bastar.
-Ya está – susurró, subiendo la mirada. Ella estaba pálida como un fantasma y en sus ojos... sus ojos dorados le agradecieron antes de cerrarse.
Ella se había desmayado.
Thomas volvió a respirar después de un momento. Rogando, agradeciendo, maldiciendo.
Rogó por que ella sobreviviera la noche.
Agradeció haberse salvado esta noche.
Maldijo su estupidez... su descuido. En sus años de vida, en los años que había sido cabecilla de los Peaky Blinders nunca -nunca- había bajado la guardia de esa forma. Nunca lo habían emboscado así, no en su territorio. El había besado la muerte, la había tentado, había jugado con ella. Pero nunca, nunca la muerte había tocado su puerta así, como si se tratara una de sus propias víctimas, como si no fuera nadie. Thomas miró a la pelirroja en el sofá, sus manos deslizándose fuera de este, bañadas en sangre, al igual que las de él. Tenía mucho que perder, supo. No solo había sido él, sino que ella. Pudieron haber ido por ella también. Y el no lo permitiría, no cuando ella le había salvado ahí. Y estaba claro como la mierda que ella pudo haberlo dejado a su suerte.
Agradecido de encontrar sus cigarros, Thomas se acomodó en el suelo, calando uno tras otros mientras se dedicada a esperar, observando como el pecho de la chica subía y bajaba en respiraciones lentas, contando cada una de ellas.
Thomas observó a su alrededor, realmente observó. ¿Cómo ella había ido a parar en un lugar como este? Un lugar en donde nadie metería su nariz si no fuera por las prostitutas más demacradas y adictos sin casa se refugiaban del clima adverso. Le sorprendía que el lugar si quiera tuviera una puerta que la separaba del exterior. Las paredes grises y húmedas goteaban, el olor a moho bañaba el aire. Temió por que se congelaban como la mierda en lo que quedaba de noche. ¿Tal era la convicción que tenía Scarlett? ¿Tanta era su sed de venganza? No podía imaginar a la chica menuda dormir en el sofá, acompañada por frío, ratas y su botella de alcohol. No era para ella, nada de esto era para ella. Scarlett se merecía más, se merecía las ciudades de Nueva York, la grandeza de Londres, sin embargo, acá estaba, tirada y media muerta, en las manos de quien había jurado como su enemigo cuidando cada una de sus respiraciones. Ella estaba aguantando todo esto, y podría jurar, sin conocer a su actual personalidad, que seguiría haciéndolo hasta lograr lo que había venido a buscar.
Tal vez se estaba engañando, se reprochó. Tal vez, sólo tal vez, las tierras extranjeras no habían sido gratas con ella, moldeándola en lo que era ahora, ayudándola a soportar toda esta porquería.
Tal vez y sólo tal vez, era hora de asumir que ella era quién decía que era ahora. Que la chica pecosa de ojos enamorados del pasado realmente estaba muerta, más allá de su alcance y del recuerdo. Él lo había visto con sus propios ojos -y en su interior se negaba a reconocerlo- había visto como sus manos no tiritaron ni un segundo al momento de matar, había observado en aquellos ojos el cálculo, el conocimiento de una situación que había pasado más veces de las que el se sentía cómodo. Había escuchado sobre el horror impreso en el rostro del joven que había decapitado y definitivamente había visto aquellos ojos envueltos como un regalo personal para él. Cosas que solo haría un monstruo, alguien - o algo - sin consciencia, sin temores. Miró su rostro blanco, calmo.
Tal vez dejarla morir no sería una mala idea después de todo.
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Red right hand [ Thomas Sheby- John Shelby]
Fiksi Penggemar¿Ese era el precio de la venganza? Se cuestionó. ¿Perderse a si misma lo valía?