Victoria
Abrió los ojos perezosamente, bostezando, y apretó lo que fuera que tenía en la mano, que era cálido y blandito.
Pero... espera, ¿qué era eso?
Parpadeó a su alrededor y apretó un poco los dedos, enfocando mejor. Sintió que su cuerpo entero se quedaba quieto cuando se dio cuenta de que estaba apretujándole la mejilla al pobre Caleb.
—¿Qué...? —empezó ella, confusa.
—¿Estás despierta? —preguntó él, dando un respingo, casi aliviado—. Dios, por fin. ¿Eso quiere decir que ya me puedo ir?
—¿Irte...?
—Tu crío no me dejaba irme anoche —dijo, malhumorado, quitándose la patita de Bigotitos y la mano del niño de encima y poniéndose de pie—. La noche más larga de mi maldita existencia.
Victoria intentó contener una risita divertida sin mucho éxito cuando vio que se marchaba frotándose la espalda dolorida.
Al final fue complicado despertar a Bigotitos y al niño, que querían dormir cinco minutitos más, pero Bexley subió a ayudarla y pareció que a ella le hacían más caso. Mientras el niño jugueteaba felizmente en la bañera, haciendo pompas con el jabón y Bigotitos lo miraba con desconfianza desde la puerta, Bexley buscaba en los cajones.
—A ver... —murmuró—, sí. Sabía que aquí había unas.
Sacó unas tijeras de uno de los cajones y se las enseñó a Victoria, que puso una mueca.
—¿Seguro que sabes lo que haces? No quiero tener que rapar al pobre niño.
—Sé lo que hago —le aseguró Bexley, y casi al instante se le cayeron torpemente las tijeras al suelo.
Pobre niño.
De todos modos, Victoria lo terminó de bañar y lo sentó delante del espejo, donde él jugueteó tranquilamente con el bote de jabón mientras Bexley le cortaba el pelo mordiéndose el labio inferior, muy concentrada.
Victoria nunca lo admitiría, pero esos diez minutos fueron los más tensos de su vida. Estaba sufriendo mucho por el pelo del pobre niño.
—Deja de estar tan tensa —protestó Bexley al notarlo—, ni que fueras su madre.
Ella le puso mala cara, pero no dijo nada.
Y, unos pocos minutos más tarde, Bexley sonrió, agarró un peine y terminó de colocarle el pelo húmedo al niño, que se miró a sí mismo con una gran sonrisa en el espejo.
—Y... ¡listo! Mi gran obra maestra.
Victoria se asomó para verlo. El pelo castaño y rizado ya no parecía tan rizado. Bexley le había cortado al menos cuatro dedos de longitud, y ahora estaba mucho más ordenado y corto, colocado despreocupadamente. Parecía incluso más limpio. Y el niño parecía encantado.
—Vale, tenías razón —admitió Victoria—. Esto se te da bien.
—Te lo dije —dijo ella, muy orgullosa.
Bajó con el niño las escaleras, donde Iver estaba entrando por la puerta con aspecto cansado. Le puso mala cara nada más verla.
—¡He estado hasta ahora en el maldito hospital con tu amiga! —protestó.
—¿Y te lo has pasado bien? —murmuró Caleb, que estaba deambulando por la cocina.
—¡No! —Iver puso los brazos en jarras, indignado—. ¡Nadie me dijo que tendría que estar horas en un maldito hospital, y solo para que la atendieran! Si lo hubiera sabido, habría obligado a Caleb a curarla él mismo.