LA CASCADA

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LA CASCADA

La lluvia horizontal empapaba los largos cabellos de Acoidán. La piel curtida del hombre parecía no sentir la humedad. Sus compañeros sentados en torno a él, esperaban pacientemente. La mujer repartía gofio con leche de cabra. Como rey de la tribu tenía el privilegio de ser el primero en recibir su parte.

Yurena, desde un apartado, lo observaba. Admiraba sus músculos bajo la bronceada piel salpicada de gotas de agua. Leyó los tatuajes que cubrían el cuerpo, y cuyos símbolos significaban hombre poderoso, tal y como rezaba su nombre.
Llevaba atada a su cuello la pieza de ópalo, emblema de reyes que se heredaba de padres a hijos, y asomaba entre el vello del fornido pecho.

Acoidán se giró en su dirección. Los ojos curiosos de la mujer, clavados en él, habían despertado su instinto. Algo que experimentaba cuando presentía algún depredador acechando, o una presa agazapada procurando no ser descubierta.

Pero la mirada de Yurena era impenetrable. La hija del diablo jamás mostraba los sentimientos en público, y el gran jefe no sabía interpretar sus intenciones.
Esa tarde, la pesca fue abundante, y por la noche la tribu podría festejarlo y agradecérselo a Chaxiraxi, la diosa suprema.

Al atardecer llegaron a la aldea. Acoidán no podía desprenderse de los sentimientos que la mirada de Yurena habían provocado en él. Llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer, desde que Fayna viajó al mundo de los espíritus. Debía tomar nuevamente una esposa, pero hasta ese momento, no se sentía atraído por ninguna de su tribu. Ya contaba numerosas lunas sin viajar a las islas hermanas y cuando lo hizo, se limitó a comerciar con los demás pueblos. Habían sufrido una dura época de sequía que les robó gran parte del ganado, y las mujeres no eran su prioridad. Ahora la lluvia había regresado, y les había premiado con alimento para largo tiempo. Ya podía permitirse el lujo de pensar en crear una estirpe.

Yurena era una mujer solitaria y trabajadora. Su cuerpo atlético no mostraba nunca cansancio y era joven para poder darle hijos. Esa noche intentaría buscarla y hacerla partícipe de sus deseos.
Tras encerrar las cabras y ovejas, se dirigió a la hoguera donde, poco a poco, los habitantes de la aldea comenzaban a reunirse tras sus labores cotidianas.

Acoidán divisó a Yurena. La mujer, lejos de unirse a la reunión, se dirigió a los árboles con intención de internarse en el bosque de laurisilva. Sin pensarlo, Acoidán salió tras ella. Siguió los pasos de la joven, entre las sombras que recortaba la luz de la luna, hasta llegar a la cascada.

Yurena dejó su negra cabellera suelta y se desprendió de la capa que la cubría. Los ojos de Acoidán exploraban el cuerpo desnudo de la mujer. Mientras Yurena comenzaba a introducirse en el torrente de agua cristalina, el hombre se aproximó sigilosamente. Ella se sobresaltó al sentirse acechada. Acoidán se despojó de sus ropajes con un rápido movimiento, y entrando en el agua, intentó abrazarla. Yurena gritó al sentir el agarre, y se revolvió, soltándose de los brazos que la atenazaban. Consiguió arrastrase hasta la orilla, pero el hombre no deseaba perderla, y se abalanzó sobre ella sin frenar su instinto.

A lo lejos quedaba el murmullo de voces del poblado. Los moradores, lejos de sospechar nada, seguían con su ritmo habitual. Poco a poco fueron retirándose a descansar, sin que nadie se diese cuenta de la ausencia de dos de sus habitantes.

Acoidán se encaminó a la aldea. Sus pies parecían arrastrar un gran peso que aminoraba su paso. Una lucha encarnizada de sentimientos encontrados se libraba en su interior. Era el jefe de la tribu, un poderoso guerrero, pero se había comportado como un simple hombre. Un ruido le obligó a darse la vuelta. No era capaz de distinguir nada en la oscuridad, pero sabía que algo le observaba. Se recortó en el cielo la figura de un enorme animal subido a la loma. El brillo de los ojos, y el rugido que provenía de la bestia, le erizó el vello, poniéndole en guardia. Acoidán creyó que podía tratarse de un perro salvaje de grandes dimensiones. El animal lanzó un aullido y saltó sobre el hombre derribándolo. Buscó atrapar su cuello entre las fauces, pero Acoidán luchaba ferozmente. El enorme perro consiguió alcanzar su pecho con un zarpazo. El dolor le obligó a doblarse, quedando mal herido. Aquel ser desapareció tan rápido como había llegado.

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