EL SECRETO DEL PUENTE ENTERRADO

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No sé cómo he llegado a involucrarme en esta situación. A cada minuto el pulso se acelera, la respiración se agita y siento un escalofrío recorriendo mi piel. Pero en breve habrá acabado lo que comenzó como un juego:
Al acabar el curso, veníamos a pasar el verano con los abuelos, pero esta vez habíamos renunciado a bañarnos en la piscina, para lanzarnos a hacer excursiones por la zona.
Esa mañana cargamos con las mochilas y nos dispusimos a recorrer los senderos lindantes a la finca. Íbamos bien equipados. No faltaban los bocadillos, las cantimploras y alguna chuche. Me guardé, como siempre, la navaja que me había regalado el abuelo, en el bolsillo. Siempre es bueno tener una a mano, me decía. Nunca se sabe para qué te puede hacer falta.
Quedamos con Ana en la rotonda del gran chopo. Era una zona, al comienzo del bosque, que nos recordaba las glorietas de las carreteras, pues coincidía con un cruce de caminos. En medio, rodeado de arbustos, el enorme árbol controlaba el paso de los caminantes.
La vi llegar a lo lejos, con la melena rubia recogida en una graciosa coleta, y con una sonrisa que conseguiría que el sol brillase en medio de un cielo cubierto de nubes grises. Llevaba la pulsera de cuentas de madera que yo le había regalado. Mi corazón empezó a tamborilear, y temí que Javi se diese cuenta. Pero aún no tenía cabida esos temas en la cabeza de mi hermano.
Los tres nos encaminamos hacia lo desconocido. No eran aún las doce del medio día cuando el calor ya comenzaba a azotarnos. En la camiseta de Javi se adivinaba un rodal de sudor que la mochila ayudaba a extender. De vez en cuando me pasaba la mano por la frente, para quitarme la humedad que comenzaba a resbalarme por la sien. Pero eso no nos detenía. Cualquier excursión de verano que se precie, debía terminar con la ropa empapada, las piernas cubiertas de arañazos, las zapatillas de un color parduzco por el polvo del camino, y madroños clavados en los cordones y calcetines.
Siguiendo la orilla del río, llegamos a una extensión desértica que, antaño, debieron ser cultivos. Se veía que hacía tiempo que las tierras yermas habían sido abandonadas, y los surcos secos se hundían a nuestro paso.
El primero en divisarlo fue Javi. Era una construcción que no debía estar allí. El puente, en medio del terreno pedregoso y seco, se asomaba a lo lejos.
Al llegar, lo observamos curiosos. Javi se subió por el lateral de piedras en forma de escaleras. Ana se introdujo bajo la sombra que proyectaba, y yo busqué encuadres para las fotos que esa tarde subiría a la red.
La voz de Ana rompió el silencio. Al acercarnos vimos su mirada fija en una oquedad de la piedra. Un pedrusco cubría parcialmente el objeto colocado en su interior. Ella lo apartó, dejando al descubierto una caja con una inscripción: EL CASO DEL PUENTE ENTERRADO.
La cogió y, al agitarla, supimos que había algo en su interior. Me la pasó, temerosa de que algún bicho estuviese dentro y le saltase al abrirla. Con cuidado, la destapé.
En su interior, hallamos varios objetos pequeños. Un pendiente, un colgante de mariposa, una peonza de plástico, una pluma metálica y un minúsculo cuadernillo con una goma que lo mantenía cerrado.
Javi lo cogió y comenzó a leerlo. El primer escrito estaba firmado por el hombre de sombrero de paja, dando la bienvenida al juego. El resto, eran inscripciones de personas que habían dejado los objetos, y que habían participado en pruebas que desconocíamos. La primera fecha que aparecía era de hacía cinco años, y la última inscripción se había realizado pocos meses antes.
Ana sacó un bolígrafo y escribió una nota pidiendo al hombre del sombrero de paja, que le explicase las reglas del juego. Firmó con su nombre y puso la fecha.
Con cuidado, volvimos a dejar todo en su sitio. Tenía buen material para subir a mi historia esa tarde. Seguro que la gente se quedaría impresionada con las fotos que había sacado.
Esa noche, recibimos un mensaje de Ana. Había estado investigando.
Meses atrás, una chica había salido en bicicleta por la zona. Su familia salió a buscarla al ver que no regresaba. Solo hallaron la bicicleta, con la rueda pinchada, en un lateral del camino.
Se organizó una batida para encontrarla, y durante días estuvieron buscando sin frutos. A la semana, el cuerpo de la joven apareció. Había sido estrangulada, y el collar, que siempre llevaba consigo, no había aparecido. Tenía un colgante de mariposa.
Decidimos volver al puente al día siguiente y llevar a la policía la caja que habíamos encontrado. Ellos sabrían qué hacer.
Por la mañana, fuimos a recoger a Ana, pero sus padres nos dijeron que ya había salido a nuestro encuentro. Nos debíamos haber cruzado. Seguramente se dirigiese al puente. Aceleramos el paso para intentar alcanzarla.
Cuando llegamos, divisamos el puente, pero no había rastro de ella. Javi corrió hasta él, y sacó la caja. Sin dudarlo, la abrió.
Me subí a lo más alto, intentando divisarla, y grité su nombre.
Javi me llamó. Sus ojos abiertos intentaban decirme algo. Me acerqué a él, y miré la caja abierta entre sus manos. Dentro estaba la pulsera de cuentas de madera.
La libreta estaba abierta. Habían escrito y la fecha era de ayer. Tal vez, pensamos, había sido ella.
Las palabras brincaron a nuestros ojos. Estábamos dentro del juego. Debíamos conseguir el objeto de la primera persona que encontrásemos en el camino y meterlo en la caja. De esa forma recuperaríamos la pulsera. Y para rescatar a Ana, tendríamos que depositar, bajo el puente, al dueño del objeto robado.
Leímos las instrucciones varias veces sin hablar. Era un intercambio de personas. Ambos debimos pensar lo mismo: el colgante de mariposa seguía allí. Alguien no había realizado el cambio exigido, y la joven de la bicicleta había muerto.
Me negaba a seguir el juego de alguien que había ideado algo tan macabro. Javi y yo sabíamos que éramos incapaces de hacer lo que nos pedían esas frases. Ni siquiera por Ana.
Me volví hacia mi hermano, y le dije que fuese a buscar ayuda. Le convencí de que yo esperaría en el puente por si ella regresaba. Él me obedeció, y salió corriendo.
Busqué en los bolsillos y encontré mi llavero de la suerte. Tenía una cabeza de Yoda, regalo de cumpleaños de Javi. Lo miré por última vez, y lo introduje en la caja. Saqué la pulsera de Ana y la guardé en el bolsillo.
Ahora estoy tumbado bajo el puente. Espero que el hombre del sombrero de paja venga antes que la policía, y traiga con él a Ana. Ya he dejado mi objeto, y estoy dispuesto a hacer un trato con él. Tengo en el bolsillo la navaja del abuelo. Nunca se sabe para qué te puede hacer falta. Quizás hoy la utilice.

Estrella Vega
13/07/2020

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