MIEDO

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Unos pasos resonaban en la ciudad que poco a poco iba despertando, a pesar de que su dueña procuraba no romper ese silencio que le sobrecogía. A esas alturas del año el sol tardaba más en dejarse ver por la lontananza. La noche había sido fría y oscura como alma de condenado.

La luz de las farolas dibujaba extrañas figuras. Raquel observaba a su alrededor cada posible escondite que, un monstruo imaginario o un delincuente, pudiese utilizar para acecharla.

Era el camino que habitualmente realizaba para llegar a la parada del autobús que le conducía a su instituto. Pocas personas se encontraba a esa hora y a veces no sabía si prefería que fuese así. El silencio y la oscuridad no eran buenas compañías del miedo.

De repente sintió el deseo de telefonear a su madre y oír a alguien que le transmitiese algo de tranquilidad y buenas vibraciones, para contrarrestar la sensación desagradable que se le había instalado en el estómago.

Una voz al otro lado del móvil respondió.

−Hola cariño. ¿Ya has llegado a la parada?

−No, mamá, estoy de camino. Pero está muy oscuro y me apetecía hablar contigo.

−¿Has cambiado itinerario como te dije?

− Es que voy un poco justa de tiempo. Si cambio de itinerario, igual pierdo el autobús. No te preocupes. Voy por el mismo camino pero tengo los ojos muy abiertos.

−¿Dónde estás ahora?

−Voy a coger la calle del convento.

−Raquel, no vayas por ahí que es una zona muy solitaria. ¡Te lo he dicho mil veces! Prefiero que tardes un poquito más y rodées por la zona de los pisos. Nunca me haces caso...

En la calle del convento se encontraba la gran tapia que lo rodeaba. Al otro lado, un pequeño bosquecito sin iluminación, que solamente las parejas visitaban en el crepúsculo y que nadie osaba acercarse una vez había anochecido. La calle estaba vacía, salvo por una furgoneta aparcada al lado de la muralla.

−Está bien, mamá −respondió obedeciendo a regañadientes−, pero ahora tengo que correr. ¡Te dejo! Un beso.

La chica acelero el paso,  incómoda por el peso de la mochila a la espalda. En la zona de los pisos, se encontró con una mujer que llevaba un bebé en brazos, y a la que seguía un niño de unos cinco años. Se metieron en un coche y desaparecieron tras torcer una perpendicular.

Se sintió ridícula por haberse visto tan frágil. El autobús se acercaba a la parada, y tuvo que correr para llegar a tiempo. Una vez dentro, se sentó y envió un mensaje a su madre para tranquilizarla.

A lo lejos, una sombra oscura, encapuchada, observaba cómo se alejaba el vehículo. Sus ojos no se habían apartado de la joven hasta que entró y se sentó. Frustrado y preguntándose a qué se debía ese cambio en su itinerario habitual, se volvió hacia la furgoneta que había dejado aparcada en la tapia del convento.

CRISOL DE SUEÑOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora