Epilogo

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Seis meses después

Miro por la ventana del coche. El día está soleado, como suele ser en verano. Las hojas verdes de los árboles ondean con el viento. Miro a Aukan.

—¿Qué estamos haciendo acá? —pregunto. Isabel, que está en el asiento del copiloto, voltea a verme.

—Hemos encontrado algo que pensamos te gustaría ver —explica ella. Frunzo el ceño.

—¿Una iglesia? La hemos visto millones de veces —replico. Aukan suspira.

—Solo baja ¿quieres?

Resoplo. Abro la puerta y salgo del auto. La mayoría de las personas adoraba aquel clima, pero no yo. Aukan e Isabel bajan del coche y caminan hacia la iglesia, les sigo.

En un par de semanas me iría de Puerto Varas, había entrado a la carrera que quería en la Universidad Austral. Me sentaba bien alejarme de aquí, ya que todo me recordaba lo mucho que perdí.

Caminamos por el costado de la iglesia. Me detengo en seco cuando veo las múltiples tumbas que hay detrás. Era una costumbre al principio que los habitantes enterraran a los muertos junto a la iglesia, ya que eran estas las que llevaban los registros de todo, y quienes proporcionaban la "santa sepultura".

—Sé que estoy deprimida, pero un cementerio no es exactamente la clase de panorama que desee —comento.

Me ignoran.

Caminamos entre las lápidas, todas muy antiguas, muchas a las que casi ni se les nota el nombre. Nos detenemos frente a una cruz de madera vieja y desvencijada. Abajo, una pequeña lápida de piedra. Los miro sin entender.

—Lee la lápida —me instruye Aukan. Frunzo el ceño pero le hago caso.

Nikolaj Vonnegut

1834 — 1868

Mis ojos se humedecen. Miro a mi hermana y a mi mejor amigo.

—Pensamos que tal vez te gustaría despedirte apropiadamente, ya que no pudiste antes —susurra Isabel. Trago saliva, conteniendo las lágrimas.

—Te dejaremos un momento a solas —comenta Aukan. Asiento.

Ambos se van y me dejan allí. Respiro hondo, intentando controlarme. Me arrodillo en el suelo y observo la cruz. Nunca estuvo realmente vivo ¿o sí?

—Sé que es estúpido —murmuro—, porque ni siquiera estás aquí, no moriste en 1868. O al menos no lo veo así. —Trago saliva. Una lágrima cae por mi mejilla—. Te extraño, Nikolaj. Te extraño tanto que duele. Pero a pesar de todo el sufrimiento, no me arrepiento de haberte conocido.

Muerdo mi labio, conteniéndome. He llorado demasiado, y siento que si vuelvo a hacerlo, no pararé nunca.

Miro mis manos. Ni siquiera tengo flores que dejarle, nada que lo recuerde, más que mi memoria. Observo el anillo en mi dedo anular. Una simple argolla de plata con un sol tallado en el medio. Era una baratija. Me lo quito. Con mis dedos saco un poco de tierra y lo dejo allí. Para que él tenga una parte de mí, como yo siempre tendré una parte de él en mi corazón.

Levanto la cabeza y miro el cielo. Me hubiese gustado caminar con él bajo el sol, nadando en el lago, o simplemente recostados sobre el pasto.

Pero hay cosas que no pueden ser.

Me levanto del suelo y sacudo mis pantalones. Camino de vuelta al coche. Necesitaba esto, despedirme. La brisa fría revolotea mis rizos. Miro hacia el bosque, y por un instante, siento que hay una sombra allí, mirándome.

*

Y mientras ella se aleja, aquel rubio de ojos azules la contempla entre la oscuridad que el bosque otorga. Porque a pesar de todo, ella nunca estará sola, y siempre tendrá su sombra.

FIN

PiuchénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora