Cristo.

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En memoria del amante que clausuró el jardín de rosas negras.

Y las crucificó.

Sus ojos analizan cada movimiento. Podía sentir su mirada recorrer cada milímetro del espacio que lo rodeaba.

Confidentes, apañados al calor de la alborada, insólitos besos se durmieron en el aire.

El silencio cómplice se acompasa sin dudar a los suspiros, repasos esquivos delataban la tensión.

Sus palabras, surgían rebeldes de sus delgados labios...

Un suave aroma a fuerza y deseo marcaban su oscilación. Sus manos, expertas y bisoñas a la vez, decantaron caricias sobre un cuerpo ajeno, la barba jugaba presumidas caricias en el cuello. 

Ella, deleitada en lo forastero del escenario, contoneaba su alma al ritmo de la inusual danza que le imponía.

La cobra del placer volvía a recorrer su espalda... un leve destello repleto de tibieza, marcaba el camino de entrada al Paraíso. Descendió suave y sereno. No dudó, galante anónimo, en sumergirse sin dudas ni temores a descubrir aquello que desconocía, aquello que necesitaba ser usurpado...

La ambrosía hecha piel y fuego, que sus besos; profundos besos, agradaban sin relajarse.

Un gemido delator marcó el inicio de una guerra sin treguas, sin condiciones... Lo fantástico de dos insólitos cuerpos, de dos extrañas almas, que se vanaglorian de su libertad, mientras se fusionaron entre los suaves bramidos y súplicas de ella; las órdenes de él, la fuerza de sus inquietos brazos.

Contoneos frenéticos, vaivenes armoniosos, cada vez más intensos, más cicatrizados a fuerza de sigilos.

Era eso, la sumisión inaudita de la pasión.

Exhausta, la cobra recorría las últimas fibras de la emoción. Exigía nerviosa, al gladiador - que tranquilo fumaba observándola con un reflejo desconocido-, venciera las últimas sintonías de tan desacoplado, alborotado y febril concierto.

Cuando finalmente el elipsis gobernó por sobre los gritos y órdenes... Se observaron sin más reclamos que aquellas legendarias reyertas políticas que marcan historias y generaciones.

Reían de la nada. De lo desconocido, por simple embriaguez del sexo.

Partió llevándose los mismos silencios que trajo. Dejando marcas de fuego en un cuerpo invocado por la improvisación.

Sobre el vidrio del tocador de su manceba oculta, un leve brillo marcaba su poderío en la oscura habitación. Parecía una joya. 

Era un Cristo.

Ebria de ternura, los dedos curiosos de la intrusa acariciaban el resplandor de tan inusual objeto

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Ebria de ternura, los dedos curiosos de la intrusa acariciaban el resplandor de tan inusual objeto.

Lo analizó detenidamente e intentó desentrañar la historia de tan singular objeto. Una endosa y nimia cadena acompañaba la silenciosa y sufrida posición de su dije. La intensidad de su belleza sacra reclamaba el tupido pecho de su dueño. Lo dejó descansar sobre el cristal que con la luz del tocador reflejaba esa miniatura en miles de retratos dispares, armoniosos y sensuales.

Un Cristo, señal de redención y amor ilimitado, de brazos abiertos, de remos vacíos, señala un amor que nunca se dispersa, simplemente fluctúa diferente, en otros tiempos, en otros cuerpos, para volver a resucitar infinidad de veces, sobre el pecho silencioso del hijo amado que nunca olvidó el arrebato de la dictadura.

TAB: Todo Antes BrillabaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora