Ένα: "Un mensaje misterioso"

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Camila se quedó paralizada en la cama, perpleja por lo que acababa de aparecer en el techo de su habitación:

¡SI QUIERES QUE SUCEDAN COSAS DIFERENTES, DEJA DE HACER SIEMPRE LO MISMO!

La enigmática frase se reflejaba, por algún extraño efecto óptico, justo encima de su cabeza. Estaba acostumbrada a ver el reflejo de los coches que pasaban por la calle, y podía incluso distinguir su color, pero nunca le había sucedido algo como eso.

—¡Camila, volverás a llegar tarde!

El grito de su madre hizo que abandonara aquel enigma y se incorporara de un salto.
Mientras se vestía, evocó con amargura el día anterior. Su estómago se retorció al recordar al profesor de física que tenía la mala costumbre de preguntarle justo cuando su cabeza estaba en las nubes, y ayer había metido la pata hasta el fondo.

Todo el grupo se había reído a su costa, incluida la chica que tanto le gustaba.

Para acabar de empeorar las cosas, durante la hora de gimnasia, el coleccionista de novias de la escuela se había acercado a coquetear con ella. Aquel presumido sin cerebro había conseguido más avances en dos minutos que ella en dos años.

Al verla reír tontamente, Camila había entendido que sería la próxima en formar parte de la colección. Se estremeció nada más de pensarlo. Había sido de uno de esos días en que el universo parece estar conspirando contra uno.

Mientras pensaba en sus desgracias, Camila se vistió a toda prisa. Se enfundó unos jeans blancos rotos de las rodillas y una camiseta verde de diseño militar que encontró encima de una silla, no había tiempo para ver qué tan limpia estaba. Fue rápido al baño para cepillar sus dientes. Con un rápido movimiento de manos peinó su cabellera castaña y observó su reflejo en el espejo de armario. Camila nació con una peculiaridad: un ojo de cada color. Uno de ellos era café y el otro verde. Su madre pensaba que al crecer, ambos ojos adoptarían un mismo color. Pero no fue así.

Se volteó y arrastró con el brazo los libros sobre el escritorio hasta meterlos en la mochila.

Se dijo que tenía que comprarse una nueva. Aquella era demasiado infantil y no contribuía a que mejorara su ya escasa popularidad. Pero los Minions eran demasiado adorables.

Levantó la mirada dando un suspiro, y entonces la volvió a ver. La frase misteriosa seguía reflejada en el techo. Intrigada, Camila arrojó la mochila sobre la cama y sacó la cabeza por la ventana, de paso dándose un golpe en la frente, intentando deducir de dónde salía esa extraña proyección.

¿Sería una campaña de publicidad?

Pero no pudo ver de dónde procedía.

Se acordó de la profesora de física que había sustituido a su enemigo durante un mes, a principios de curso. Se llamaba Lana. Era muy guapa y simpática, pero hablaba demasiado rápido cuando se entusiasmaba. Les había hablado de la reflexión y la refracción.

Había entrado a la clase con un espejo enorme. Tras apagar las luces, pidió a Camila que creara una nube con el gis del borrador. Lo sacudió con la mano, y entonces Lana encendió su linterna. Gracias a la nube de gis, pudieron visualizar el camino recto que seguía el haz.

Ignorando a Camila que tosía mientras trataba de alejar con su mano las partículas de gis, la profesora encendió las luces de nuevo y les propuso un enigma:

Imagínen una calle por la que circula un coche oscuro, sin luces. Todos los faroles de la calle están apagados. No hay resplandor de ninguna casa ni luz proveniente de los escaparates. De repente, un gato negro cruza por delante del coche. Sin embargo, el conductor frena a tiempo antes de atropellarlo. ¿Cómo ha conseguido verlo?

En la clase se hizo un silencio expectante. Todos temían que una mala respuesta diera como resultado un punto negativo en su expediente.

Camila regresó a su asiento tropezando con el pie extendido a propósito por uno de sus compañeros.

Lana insistió un par de veces y, al no obtener más respuesta que uno tosiendo, se resignó a dar la solución.

Nadie les ha dicho que fuera de noche. Era pleno día, de modo que el conductor no tuvo problema para verlo y parar.

—¡Camila!

El tono crispado de su madre hizo que renunciara a seguir buscando el origen del mensaje misterioso y se amarrara las agujetas de sus Converse negros.

Entró en la cocina y engulló casi sin respirar el tazón con cereal y leche mientras su madre la sermoneaba de la misma manera que todos los días de escuela.

Como cada mañana, bajó los escalones de dos en dos hasta llegar al portón principal. Abrió la puerta de la entrada, y miró la calle por la que solía bajar hasta llegar al instituto. De repente, se detuvo en el portón. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar las palabras que le habían intrigado unos minutos antes: «Si quieres que sucedan cosas diferentes, deja de hacer siempre lo mismo»

Instintivamente, giró la cabeza para mirar la calle cuesta arriba. Nunca había tomado esa dirección porque implicaba dar un rodeo. Además, la parte alta de aquella zona era solitaria y apenas había tiendas.

Recordó como un chispazo unos versos que había visto en la carpeta de la lista del grupo. Eran de un tal Robert Frost y decían:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo, yo tomé el menos transitado, y eso hizo toda la diferencia.

Inspirada por el mensaje misterioso y por el recuerdo de ese poema, Camila decidió subir la cuesta en lugar de ir calle abajo.

Poseída por un repentino entusiasmo, le pareció que era la primera vez que pasaba por allí. Había detalles de la calle que le sorprendían, desde los colores de las fachadas a las fragancias de los árboles otoñales que brotaban en las aceras.

Camila se sentía extrañamente alerta, como si algo estuviera a punto de suceder. ¿Era posible que se produjera algún cambio sólo con dejar de hacer lo mismo?

Acababa de hacerse esa pregunta cuando frenó en seco. Al lado de una floristería cerrada descubrió un viejo caserón en el que nunca se había fijado. Y, sin embargo, había pasado unas cuantas veces por allí. De eso estaba segura.

Levantó la cabeza llena de curiosidad. Pese a la altura del edificio, solo había una ventana en el tercer piso. Estaba cegada por unos viejos postigos de madera. Todo hacía pensar que la casa estaba deshabitada. Camila miró inquieta la puerta de la entrada. Era mucho más nueva que el resto de la casa, que parecía apunto de venirse abajo. Estaba hecha de una hermosa madera, en contraste con la de los ventanales del tercer piso que se veía vieja y podrida. Y, más extraño aún, la puerta estaba cerrada con tres robustos cerrojos.

Aquello no tenía sentido. ¿Por qué molestarse en sellar una casa decrépita y abandonada?

Camila se fijó en la poca gente que pasaba por allí. Nadie se fijaba en el caserón. Algunas miraban la floristería cerrada, y acto seguido su mirada saltaba al otro lado de la calle, como si no pudiesen ver aquella edificación. Aunque iba a llegar tarde a la escuela, se acercó a examinar de cerca los tres cerrojos que protegían la puerta. ¿Qué diablos habría allí dentro?

A la izquierda de la puerta descubrió un botón rojo.

Camila habría jurado que ese botón no estaba allí un segundo antes; era como si hubiera aparecido de repente cuando miró hacia aquel lado. Pero sabía que eso era imposible, así que asumió que lo había pasado por alto. Debía estar más dormida de lo que pensaba. Movida por la curiosidad, no pudo evitar presionar su dedo sobre el botón. Sin saber qué excusa dar, contuvo la respiración al oír el sonido del timbre al otro lado de la puerta. Pero antes de que volviera a respirar, una voz extrañamente lejana contestó por el interfono.

Sube, te estábamos esperando.

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Ok, aquí vamos, trataré no tardar en actualizar, los comentarios son bienvenidos y voten para hacer feliz mi alma :")

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