Un joven amante de la historia, tras un trágico accidente, despierta en el antiguo Tawantinsuyo como un alto miembro de la nobleza incaica, pocos años antes de la caída del imperio.
Mientras se adapta a su nueva vida, se enfrenta a la posibilidad de...
Yo solía amar la historia de manera tan intensa que casi parecía enfermizo. Siempre evocando el pasado glorioso de reinos e imperios que alguna vez alzaron sus estandartes con orgullo, solo para desaparecer bajo el implacable paso del tiempo. ¿Dónde quedaron los días de Esparta y Atenas, la grandeza de Roma, los faraones con sus carros dorados? Esas épocas de lanzas y espadas, cada vez más distantes, siempre me parecieron fascinantes.
Inmerso en incontables páginas que narraban las hazañas de héroes y tiranos, las horas pasaban volando. Con una pasión casi ridícula, ambicionaba saberlo todo, un deseo que tantas veces me robó el sueño. Y en mis dementes desvaríos, imaginaba ser y estar allí, donde el curso del mundo cambió para siempre. Quizás un legionario romano en Carras, un espartano desafiando las sombras en las Termópilas, o un salvaje berserker cortando cabezas en los gélidos campos del norte. Mis sueños se alimentaban de esas epopeyas antiguas, y así, día tras día, seguía soñando.
Me pregunto si habrá otros como yo, que alguna vez sintieron ese febril deseo de cambiar lo inamovible del pasado, fantaseando con alterar guerras perdidas y cambiar tontas decisiones. ¿Cuántos habrán soñado con alterar el destino de aquellos que, con sus errores, llevaron a los suyos al ocaso sin retorno? Sé que es infantil, incluso estúpido. El pasado no se altera. Lo que pasó, pasó, y punto final. Pero, ¿acaso no es libre la imaginación? Y es muy útil para ahuyentar la soledad.
Uno de los eventos que más recreaba en mi mente era la caída del Imperio Incaico. Me preguntaba si habría habido alguna forma de evitar ese final prematuro, explorando escenarios alternativos en los que Atahualpa no hubiera caído tan fácilmente. Y es que la captura de Atahualpa ocurrió de forma tan simple, tan sencilla, hasta irónica. A pesar de contar con una ventaja abrumadora, sucumbió de manera sorprendentemente rápida, y todo por culpa de sus propias decisiones. Los cronistas que estuvieron allí la noche anterior describen el pánico que sintieron al ver las antorchas en los cerros de Cajamarca y escuchar el gigantesco estruendo del ejército que acompañaba al soberano. Pero entonces, ¿cómo es que Atahualpa cayó al polvo, así como lo hizo, sin siquiera presentar batalla?
La desmesurada arrogancia, me atrevo a suponer, lo llevó a la derrota. Victorioso contra Huáscar, henchido de orgullo, pensó que su "sagrada persona" jamás podría conocer la humillación; se creía un ser divino. ¿Por eso se reunió con Pizarro con músicos y bailarines y no con soldados? En fin, todos conocen cómo terminó ese encuentro. Solía preguntarme, ¿qué hubiera hecho yo en lugar de Atahualpa, o de Huáscar, o quién sabe quién?
La soledad siempre fue mi gran compañera. Probablemente mis "exóticos" pasatiempos tenían algo que ver. Nunca conocí a mi padre y, en cuanto a mi madre, parecía odiarme. Siempre viendo lo malo, nunca lo bueno. Hubo un tiempo en que quise cumplir sus expectativas, pero a pesar de los diplomas, medallas y esas cosas que los adultos parecen valorar con tanto esmero, mi madre nunca dejaba de mirarme con esos ojos fríos que me hacían sentir como basura. Con el tiempo, dejé de esforzarme. Poco a poco fui perdiendo los sueños que alguna vez me atreví a tener. Solo mis tontos pasatiempos lograban hacerme sentir alguna emoción y me daban fuerzas para vivir un día más en este miserable mundo, imaginando vivir romances, aventuras y desafíos como en mis lecturas ficticias.