Utopia

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Centro de la ciudad de Nápoles: Bruno Bucciarati

¿sábado 13 de marzo? ¿hora?

Y con el cantar de gaviotas pescando a las afueras de la ventana, la tranquila melodía del mar mañanero dejaba una sensación dulce en el pecho a pesar de sus saladas aguas.

Y ahí me encontraba yo, enrolladlo en las sabanas de mi propia cama, demasiado cansado y con una pereza realmente palpitante, a la cual, seguramente, me hubiera quedado en la cama ignorando por completo mis obligaciones de no ser por aquel envolvente aroma que llenaba por completo mis pulmones.

A regañadientes termine por sentarme en la cama, frotando un ojo con la manga de mi piyama, mientras que con el otro me quedaba completamente embobado mirando uno de mis zapatos con una intensidad despampanante, algo perdido, cansado y desorientado hasta que escuche una voz demasiado familiar y a la vez completamente alienígena, llamándome con un grito desde abajo. - ¡Bruni! ¡El desayuno! - Y tras escuchar esas palabras termine por retirar un mechón de cabello que se había inmiscuido en mi boca mientras dormía, para luego tomar las primeras ropas limpias que había encontrado y así finalmente bajar.

En cuanto salí de mi habitación y di un par de pasos más allá, llevé mis ojos hacia un espejo que colgaba en la pared cerca de las escaleras. Mire mi reflejo, tratando de ver que tan dormida parecía mi cara o que tan desordenado se encontraba mi cabello, pero sin duda había algo extraño; brillantes y dorados como la luz del sol, un par de broches resplandecían en la jungla que tenía en la cabeza, llamando la atención de mi aburrido cabello negro.

Aunque no sabía que era lo que hacían allí, o como es que los había conseguido simplemente me los quite para acomodar un poco las mechas disparejas con mis dedos mientras miraba con un ceño fruncido mi reflejo. - Tal vez si debería cambiar un poco mi cabello, lo tengo igual desde que tenía 10. - Dije para mí mismo mientras terminaba de peinar mi fleco, dándome cuanta de que esas palabras habían salido sin querer de mi boca. - Nha. - Exclame mientras me guiñaba un ojo a mí mismo y luego me reía de mi tonta acción para luego ponerme los broches lo más rápido posible al escuchar como aquella voz me volvía a llamar, un poco más impaciente.

Al bajar las viejas escaleras de madera a toda velocidad, pude ver una escena maravillosa, aunque por un extraño motivo me dolía el pecho al dirigir mi mirada hacia ellos. - Buen día, hijo. - Exclamo mi padre con una sonrisa mientras mi madre le servía una taza de café negro, y él le agradecía de antemano. - ¿Te encuentras bien? - Pregunto el con un semblante de preocupación al verme.

Mi madre levanto la mirada, y al igual que mi padre sus ojos se abrieron con algo de preocupación también. - ¡Ay, amor! ¿Qué pasa? - Solo en ese momento me di cuenta porque me preguntaban eso, al llevar mis dedos a mi mejilla pude encontrar con lágrimas cayendo poco a poco por mi rostro hasta aterrizar en el suelo de negra madera.

- Nada. Yo solo- las comencé a limpiar con un poco de desesperación al ver como poco a poco volvían a inundar mis ojos. - Yo solo estoy tan feliz de verlos aquí. - Y sin saber por qué esas palabras abandonaron mis labios, me sobresalte al sentir como mis ambos progenitores rodeaban sus brazos en mi delgado cuerpo, atrapándome en un caluroso abrazo que no dude en aceptar. Tras unos largos minutos que esperaba que nunca se terminaran, todos escuchamos como las tostadas volaban por el aire, haciendo que mi padre corra hacia ellas para ponerlas en un plato.

- Te amamos, Bruno. - Dijo mi madre sin soltarme aun, apretando con aun más fuerza mi cuerpo. - ¿Por qué no te sacas esos broches? Dudo que te permitan entrar en la escuela con ellos ¿Por qué no me los das? - Estuve a punto de hacer lo que dijo, pero por algún motivo, cuando ella levanto su mano para poder quitármelos del cabello termine sosteniéndola por un reflejo.

La sombra del zipperDonde viven las historias. Descúbrelo ahora