Capitulo 8: Promesas De Amor

753 43 3
                                    

El Olimpo, la ciudad imperial de majestuosos y colosales templos, fastuosas efigies y eternos jardines, ofrecía a sus divinos moradores una vista maravillosa, tan mística y sublime que el simple lenguaje es incapaz de referir

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El Olimpo, la ciudad imperial de majestuosos y colosales templos, fastuosas efigies y eternos jardines, ofrecía a sus divinos moradores una vista maravillosa, tan mística y sublime que el simple lenguaje es incapaz de referir. En una noche nítida, de frescos aromas y la bóveda celeste coronada con un sinfín de titilantes astros y radiantes nebulosas de iridiscentes formas, Deidades, ninfas y siervos, se convocaban en total algarabía, celebrando el retorno de sus héroes divinos.

Sobre un synoris dorado tirado por recios corceles, los Dioses, Hermes y Artemisa tornaban victoriosos de una homérica encomienda, entre aplausos, ovaciones y pétalos coloreando la senda por la cual su trayecto habría de dirigirse.

Ambos hermanos, se enfrentaron a los sanguinarios Alóadas, Oto y Efialtes, que durante un fallido intento de asedio al Sacro Palacio de los Númenes, tomaron cautivo al Dios Ares y lo sometieron a brutales torturas.

Gracias al perfecta dupla de poder, ingenio y destreza, los hijos del omnipotente Zeus lograron asesinar a los gigantes, convirtiéndose en los valerosos salvadores del Señor de la Guerra.

Detrás de sus benefactores, en un vehículo guiado por un auriga,  Ares yacía tendido con un semblante extremadamente demacrado. Más que los remanentes de las inclementes condiciones de las cuales fue víctima, en su rostro se vislumbraba un sentimiento de profunda humillación. Aquel acontecimiento sin duda hirió en lo más sensible de su orgullo.

Un par de alegres ninfas se acercaron para coronar a los Dioses con laureolas doradas, mientras que en coros emotivos y solemnes, las bellas Musas entonaban los himnos consagrados de cada uno.

Entre sus ademanes de victoria y sonrisas triunfantes, Hermes tornaba la vista a sus alrededores en busca de aquellos brillantes ojos azules que desde su llegada anhelaba encontrar. Athena por su parte, le observaba desde la distancia, conteniendo su emoción a través de una sonrisa apenas visible.

En las apartadas ruinas de un arquitrabe, el Príncipe al fin divisó la silueta de la blanca lechuza de Athena y sin pensarlo ni un solo instante, de un salto bajó de carro en movimiento para después colarse entre la densa multitud.

La hermosa Diana, vanamente intentó asirle por el brazo, e invadida por la confusión manifestó.
—¡Hermes! ¿Qué haces? ¡Zeus nos espera!

Haciendo caso omiso a las palabras de su hermana, el Dios emprendió una veloz carrera para acudir al encuentro de su adorada, siguiendo el trayecto de la sierva que en su forma de ave mítica sobrevolaba en el oscuro firmamento.

Aunque aquella había sido una expedición relativamente corta en comparación a otras campañas militares, los breves meses de alejamiento, que para los inmortales Dioses son menos que instantes, estrecharon los lazos de los amantes y avivaron fuertemente el inextinguible fuego de sus corazones.

En un sitio lo suficientemente apartado, donde las voces festivas y el fulgor de los candiles eran apenas perceptibles, la joven enamorada aguardaba impaciente. Cuando escuchó el sonido metálico de los presurosos pasos del varón acercándose a ella, sintió el corazón saltarle del pecho, sus piernas flaquearon y la voz se ahogó en su garganta.

Reminiscences of the StarsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora